lunes, 27 de septiembre de 2010

Sardina, darling



Clasificando especies pelágicas, redes y corchos manten
iéndose a flote que van formando así una especie de muro para poder captar olas plateadas u oleadas
de sabor.

Una historia de amor y, luego, de un eterno desamor; una historia de separación cruel con el triste final fiel, el que siempre acompaña a los que sabemos apreciarnos y al final desenredarnos, de historias profundas y
de alta mar.


Posibilidades tan infinitas como diminutas de encontrar tu media sardina por aguas profundas. Desde la primavera hasta el próximo -tan próximo- otoño, esos cardúmenes de peces alargados que parecen envueltos y enrollados en papel albal, viven en un eterno y atractivo vaivén, paralelo a las corrientes calientes que durante el verano tontean con las costas del mediterráneo, para alejarse de ellas después, acompañando el frío de la proximidad invernal, dando esa sensación de migración de sur a norte y de norte, a ningún lugar.

Ramona la sardina era una gregaria más, componente de un gran banco de sardinas que recorrían distancias para poder alcanzar una vida óptima y un color verde pardo.
Ramona la sardina era una banda azulada más entre ese montón, con su alargado vientre de color entre marfil y blanco plateado. Sus aletas incoloras, salvo la dorsal que estaba un poco oscurecida.
Ramona era una sardina más, pero más que las demás de su pandilla afortunada; ella tenía a Salomón, el más anchote y hermoso entre las demás sardinas. De hecho él, como tan grandote y poco comprimido era, tenía nombre que sonaba a salmón y aunque no lo era, enamorado era de contracorrientes y del profundo mar, de las olas que como puños esquivaba y de su Ramona, que con ella quisiera acabar, aunque fuera dentro de la misma lata.

Y aunque hablemos de especias pelágicas de color platina, de forma alargada, cuyas escamas reflejan la luz transmitiendo brillo único, sería preciso decir que aún así, hablando de Ramona y Salomón, a las sardinas las sigue también ese destino predicho, rudo e ingrato, ya que ellas tan ricas están, nuestro paladar complacen y nuestras ideas nutren. Dicho esto, ¡cómo uno deja de desear de una sardina enamorarse! aunque Ramona y Salomón quieran morir en el mismo espetón clavados.

Pareja predestinada a morir, eso sí; de viajes marítimos y de rumbos marineros varios ya había disfrutado. Y como la vida es corta y tan largo es el viaje hasta ese final predicho, el cardumen de Ramona y Salomón un día de este verano que ya pasó, se quedó embarrancado. Un sardinal por el litoral del sur en sus redes enmalló a cada miembro de esa plateada e inquieta de especies pelágicas cuadrilla. En sus redes el sardinal a cada sardina chica, más grande o hermosa sin piedad con el arte de un cerco enjauló y atrapó; entre ellas al anchote Salomón y la Ramona, de color platina.
Es privilegio morir con tu media sardina al lado, es gloria saber que tu pareja después de ti, sola por aguas frías no anduvo, ni hizo círculos cortejando y flirteando sin que tú estés a otras sardinas del montón, enamorándose por otras costas, otras aguas y sureños litorales.

Es bueno saber morir y, antes de morir, es bueno saber a qué uno sabe. Saber a qué uno debe su sabor, ¿a su amor, a su constitución o a su propia naturaleza?
Ramona y Salomón, como todas las sardinas, tienen ese único sabor a carne de pescado azul, que nutre y alimenta, esa carne que se disfruta cada dos por tres desde que la primavera entra. Plenilunio de ricura y exquisitez, cuando la noche de San Juan se acerca y por todo el sureño litoral las hogueras arden y se encienden.
Todo pueblo que tras su deseo pronunciar, su cumplimiento con esa tradición suele sellar; asando unas buenas sardinas plateadas. Y a ese plata de color, esas escamas que la luz con más luz reflejan, cuando reciben del fuego el calor cuán brillo más adquieren, y qué olores, qué sabores y ¡qué ricas están, de verdad, esas sardinas tan humildes!

Posibilidades diminutas ya morir y luego coincidir en el mismo plato con tu querida otra mitad, aunque tú todos los días antes de sumergirse en alta mar rezases que en la misma lata una mano santa os encerrase. Así que Salomón, hermoso y recién pescado, le llevaron rápido dentro de una de esas cámaras frías y ambulantes, hacía la lonja más central de la península aquella que pescado fresco, antes que cualquier otro lugar, con puntualidad recibe.

A Salomón, como te puedes imaginar, le escogieron para la gama alta de sardinas. Pasó por el proceso de la recolecta por tamaño y de clasificación, así que entre más sardinas grandes y hermosas en un mercado como manjar humilde y suculento se mostró y a precio de oro a una cocinillas le vendieron.

La mano que con deseo la bolsa de sardinas se llevó, llegó a casa y enseguida se puso a marinar a ese pobre grandullón junto con sus demás machotes presos. Vuelta y vuelta en la sartén, con sal gorda y una chispa de limón, como el díos de la injusticia a menudo manda. Salomón, justo después, se encontró sin su armadura interior y en posición ¨ soy filete rico y jugoso¨, sin espinas y sin las partes duras que a nuestro fino paladar enojan. Yacía encima de un lecho de pasta y en montón, junto con las demás sardinas bravas. Lecho cómodo, de eso te puedo asegurar, que desprendía olores finos, del perejil picado, las alcaparras y del rojo pimentón provenientes.




Formaba parte él, de una cena un tanto rica y folclor, cena de poco condimento pero de mucho arte. Y si aún más el asunto se puede rematar y resaltar de las sardinas el sabor, un vino tinto de Navarra, al lado de ese plato de carácter peculiar, con seriedad posaba.


Digna muerte le tocó a Salomón; el brindis que su aspecto apetecible acompaño, prometió un paso por la boca fácil, el que la tempranillo con plena sinceridad concede. Así que, tras la dolorosa muerte y separación, el destino alto y claro demandó maridaje elegante y sutil, bajo paladar suave entre la grasa rica que la sardina suelta y las notas más bien balsámicas, el matiz de acidez y un toque de la destacada fruta.
La Ramona por lugares bañados en el sol se tuvo que quedar. A ella, por un instante bien fugaz, la adoptó mano indígena con intenciones que la costumbre y la tradición del sabor autóctona mandan y respetan. En un espetón de caña Ramona, menos grasienta y corpulenta que Salomón, se encontró junto con unas cuantas más sardinas finas y requetericas. Su aspecto nadie tocó, nadie le quitó ni la espina ni la armadura, y antes de asarla en espeto, con respeto se le roció con sal y poco más; el humo de las leñas, el calor del sur y el propio terral bastaban.



Ese humo que se levanta con plena devoción, esa sabiduría y arte que por las calas de un lugar residen, la hicieron con elegancia sudar y así soltar el típico sabor que solamente por climas cálidos se aprecia y se come ¨con los deos¨.
A la Ramona ningún vino digno la acompaño, sino la modesta y popular cerveza.



Ella, con paciencia esa muerte y separación asumió y dignamente su último deseo junto con sus jugos con valentía lo soltó, dejando que su carne rica se deguste en tradición y con sentido.



Así acabaron Ramona y Salomón; separados pero igual de enamorados y sobre todo suculentos.
Enamoramiento que poco sin duda les duró, dejando atrás un sabor mediterráneo y un amor sincero, imposible y peculiar, lo justamente maridado.





Salomón y Vino
Marco Real 2007, tempranillo

Color: Vino de capa alta, de color granate intenso, con ribetes violetas.
Nariz: Aromas primarios de frutas rojas maduras, bien complementados y equilibrados con finos y elegantes aromas tostados y torrefactos.
Boca: Paso por boca, amplio, sabroso y voluminoso, creciente, de gran persistencia y personalidad marcada por tonos balsámicos aportados por la barrica nueva, junto con una gran carga frutal.
Temperatura de consumo: 18ºC


Ramona en espeto
¨El espeto de sardinas, técnica de asar este pescado a la leña ensartado en cañas, constituyó a finales del siglo XIX un manjar para la alta sociedad, fue sustento de los humildes habitantes de Málaga y se mantiene como uno de los platos más demandados en los chiringuitos de la Costa del Sol malagueña...¨