viernes, 26 de noviembre de 2010

Come, bebe, calla




Sin motivo aparente, me pongo a repasar lo que vi
y sentí, sentada en una décima tercera fila.
Pasé de todo, menos hambre.



En una ciudad idílica y lejos del mar el espíritu mediterráneo pasea por las orillas del amor buscando éxito profesional, reconocimiento y un hueco dentro del clan gastronómico de la Europa central. Hace frío pero, aún así las noches se riegan con cerveza, entre la lucha diaria de cocinar para sobrevivir y las tertulias que rozan el nivel de un estudiante de erasmus.

Una langosta con habas se espolvorea con almendra cruda y se declara exquisita. Unos pobres espaguetis se emplatan y se decoran con copos de caramelo de menta, previamente fundido en el microondas. Mucho se cuece pero apenas huele, una cata a ciegas que resulta obvia y con tanta falta de sentidos presentada.

Un par de botellas de Ribera del Duero excelentes decoran el plató, por un momento me incorporo para fijarme más, pero el plano se aleja y se ve sólo el sello del consejo regulador y a dos protagonistas que se podrían querer pero no, porque la sensata pero fría sumiller descubre de nuevo su libertad y su manera de no sentir al mundo.

Un restaurante de haute cuisine que acoge conversaciones ácidas sobre los Riesling y los vinos californianos. Un lugar que ofrece, aparte de sabor, intriga sentimental y muchas posibilidades a todo nouveau chef que quiere ascender callándose el secreto de sus encantos.

De postre, el espíritu mediterráneo vuelve a su mar y se decanta por montar, como todos haríamos, su propio local en una playa donde encuentra asilo lejos de cada mala sumiller que le puede hacer enamorarse.

La sumiller vuelve a su patria también y publica la esencia de su recorrido por ese mundo tan cruel, cuentos y garabatos que solía dibujar en su tiempo libre sobre servilletas.

Comiendo palomitas me resguardo del frío y del amor, de los caramelos de menta y de los Riesling.



Bon Appétit

sábado, 20 de noviembre de 2010

Paris y Tú




Paris es el héroe o, propiamente hablando, el personaje central de este cuento de alta vinosidad. Sería oportuno decir que Paris es un energúmeno, un actor de poca fe y honestidad diminuta. Paris es un croissant y debajo de sus capas finas, hojaldradas parisinas esconde vanidad, inmodestia y pedantería;

Poseído por su espíritu ambiguo y arrogante, Paris -como todos los bollos de su categoría- se cree el mejor, suspirando por el sabor superior, y el más de todos exquisito. Cierto es que ese figurón desprende un aroma retozón; a mantequilla fresca, a levadura de panadero cálida y a hogaza dulce, a leche perfumada con una rama fina de vainilla.

Ese carácter sensorial y olfativo de Paris se puede observar y más se hace notar por las mañanas muy temprano; y no es que Paris sea un valiente madrugón, ni mucho menos. Su propiedad volátil que en esas fragancias pasteleras se reúne adquiere un valor excepcional y con plena espontaneidad sus aromas exquisitos libra y lanza. Paris, que no es más que un pretencioso cruasán con un tal especial olor, adora que los que están a su alrededor -uno tras otro haciendo cola en la panadería- dirijan un interés puntual pero franco hacia él. Le encanta despertar la sensibilidad de la nariz y por consecuencia y en ocasiones atraer miradas y suspiros por las mañanas, pronto.

El caso es que a mi también me engañó y por eso estoy aquí; para contar, con cuidado degustar y luego avisarte que un buen olor a veces trae disgustos culinarios y tormentos que con ningún vino se maridan.

Talante que Paris no se merece, la verdad. No se merece desprender aromas tan sublimes ni oler tan bien cuando su interior está vacío. Vacío de sabor, de razón, de sensatez y de sinceridad del gusto. Paris nació como nace un simple pero rico pan; a base de harina, levadura, agua y sal pero Paris no alimenta. Me parece a mí pues que Paris estuvo por estar, por aparentar y engañar. Engañar la vista, la razón y el buen criterio de lo que yo nombro delicia, deleite, placer o gusto.

Para bien justificar dicho engaño y el porqué nunca más me pediré un croissant, te cuento lo siguiente.

Paris promete que en su caparazón de masa madre esconde un relleno de chocolate de ganache, garnache o como él con su acento de París lo quiera llamar, acento y pretensión errónea, ya que por tierras parisinas nunca ha estado. Además, se trata dice de un ganache especial, aromatizado con vino tinto de garnacha. Un relleno que sin duda te hace imaginar y seguidamente exclamar ¡qué afortunada casualidad! ¡cuán afinidad lingüística, culinaria y cultural! de las que culminan el sabor y la razón ¡un relleno de ganache perfumado con vino de garnacha!

Un suave y untuoso ganache de chocolate y vino, semigelatinosa textura que deja que prevalezca de la garnacha tinta la acidez, un recuerdo a vino joven y rosado, es lo que todo aquello bajo capas de masa fina de hojaldre hacía desear, que un croissant relleno y de verdad Paris sería.
La garnacha, humilde pero con su don potencial que no todos la valoran, aunque se debe también reconocer que el vino de Garnache tanto aquí como por París, se deja con placer verterse dentro de decantadores de alta clase.
De alto género también se pensaba que era Paris, y adelantándose a su verdadero sabor, engañaba, una y otra vez, la nariz de cada victima inocente y matutina.

-Prometo ser fiel, fiel al sabor y a lo que mi olor a manteca limpia promete. Prometo ser yo y tan sólo yo, único y exquisito. Prometo ser un croissant de origen y de verdad, de garnacha y de ganache, prometo que mi relleno se esconde para después deleitar y no para fingir relleno fino y delicado que no poseo.

Me temo que Paris sigue por ahí, esperando seducir, poniendo trabas entre el olor y el sabor, falsamente presumiendo de un original relleno. Su concha de hojaldre al morder te deja la boca llena de aire esponjoso que gracias a la levadura cundió. Como tu paladar de manera instintiva se prepara para recibir oleada de chocolate bien cremosa, te sobrará saliva para saborear algo que no está, porque simplemente no existe.

Paris por dentro está vacío de verdad. Me parece a mí que, aunque la garnacha en francés provenzal se pronuncie garnache, Paris estuvo por estar, por aparentar y engañar a olfatos que pueden soñar con rellenos de ganache, garnache y de garnacha.




martes, 9 de noviembre de 2010

Sobre vendimias, nada escrito




Depende del grado de maduración que se desee y el propio deseo de madurar. Depende de la relación deseada y porcentual entre azucares, ácidos, taninos y malentendidos que se pueden formar según, durante esa evolución de cepas y racimos.
La época no, no depende. La época será y siempre es la misma pero no igual, nunca oscila e invariablemente empieza en julio y termina al final, a finales del mes que acaba de pasar, salpicando a gotas gordas los terruños y las intenciones prosperas de cada uno.

Arrastrando intenciones pues, uno cree en lo suyo y propio, algo que se tiene que ajustar al producto rico, nutritivo, casi religioso y final;
lo que va a ser, querido mío, el vino.



Es difícil recordar algo no pasado, es difícil describir y sobre todo transmitir algo que sin vivirlo uno lo tiene tan presente. Dejando a un octubre mudo y terminal atrás, intensamente los recuerdos flotan y emergen de ningún lugar, apuntando sin intención alguna a una vendimia, que creo recordar que fue pero no pasó, una vendimia que como acto a mi me impactó y, como hecho, nunca se ha hecho.

El sucedáneo de un recuerdo sin fondos pero tan real y prospero se puede en ocasiones denominar cosecha. Vendimiando uvas llenas de jugos y sabor potencial, cosechando frutos, recuerdo tener mis manos llenas de amor, segando hojas verdes cuyas entradas formaban caminos cortos y dentados, pámpanas que enlazadas a sus sarmientos, se disponían grandes y palmeadas, sobre mis palmas inquietas.

Entre vides alineadas de Malvar y de la querida Tempranillo, sobre tierra aliñada con insolación y rocío nocturno vago. Entre parras cargadas y dudas podadas en vaso encontré el origen de la felicidad ajena y puntual, la que pronto se acaba. De colores preciosamente transparentes, desde el verde amarillento hasta el púrpura familiar, variedades dos; las que proporcionan vinos y recuerdos frescos y ácidos aromas en la tonalidad de blancos y de tintos. Las que poblaron mi momento ajeno de felicidad, ambas protagonistas de una vendimia que como recuerdo precioso guardo. Hundo mis pies en la tierra arcillosa y ando recto entre las cepas de la Maldición, recorro distancias cortas entre vid y vid, distancias previstas entre racimos que su forma se asemeja al continente que limita al norte con el mar mediterráneo.

Risas y sonrisas; vendimiando momentos y promesas que pronto vino se harán, dentro de la bodega se deslizarán, donde con paciencia y puro esfuerzo uno puede ver el fruto de sus frutos.

Me fascina esa madurez tardía, la que llega cuando ya se ha vendimiado a su tiempo y a su vez. Me sorprende por lo tanto la previa maduración de esas uvas que religiosamente admiré y con exaltación manoseé, acaricié diciéndome que la felicidad cosechando se alcanza. Exhausta de tanto trasegar vivencias que sepan a tierra confitada que da vida a la dulce vid, agotada de tanto recordar momentos que un único sabor abarcan, me planto en medio de la Maldición y afirmo que sobre vendimias y la felicidad no hay nada escrito.



Bodegas Orusco y La Maldición