viernes, 8 de mayo de 2009

Un tomate en su punto



Por falta de tiempo y orientación, me veo hoy
pasándote una receta que me consta que te gusta.



Cuando era pequeña jugaba con un tomate, agua y sal.

Me inventaba salsas misteriosas, rojas, menos rojas, rosas, pálidas y transparentes. Todavia no se me permitía jugar con fuego, así que las cocía en mi mente. Tenía olla de plástico, la que me había regalado mi madrina, y me hacía la primera cocinera que se sacaba platos de un tomatito que acompañaba pasta, arroces y filetes ficticios. Me hacía la ganadora del torneo gastronómico que montaba debajo de la mesa del comedor y entre las pocas muñecas y los juguetes de mi hermano. Luego me entrevistaba a mí misma, confesaba los secretos de mi éxito; dejar el tomate en su punto. ¿Qué punto?
Más adelante, meses o, incluso, años después, descubrí la pimienta. Innovación y orgullo propio; mis salsas tenían un toque curioso. Mi tolerancia al picante y yo empezamos así.

Crecía, mis salsas me hacían ya menos gracia, me dediqué a mirar a mi abuela cuando abría el cuaderno de recetas y se iba a la despensa a buscar botes, frascos, ingredientes y más ingredientes, los que casi todos apenas se percibían al ver el plato terminado. Ese punto de fuego que me faltaba, ese sí, todavía me llamaba la atención y mi curiosidad crecía junto a mí y mis ganas de poder utilizar una olla de verdad y allí dentro ver el tomate deshacerse y preguntarme si la sal se echa antes o después.

Aceite, el aceite me lo escondían siempre. Me manchaba como tú cuando mojas tus fresas al fondue de chocolate. Pero aquello no tenía tanta gracia. Manchada y algo indignada, me tenía que esconder. Debajo de la mesa no, ya en la cocina había poco sitio para mí. Me escondía en mi habitación y allí redactaba mi propio recetario, en mi cabeza. Aquello había que guardarlo bien, para poder pasarlo a limpio cuando aprendiese a escribir.

Crecí más todavía y así pasaron los años sin darme cuenta de que ya dominaba los platos típicos de la edad: los bocadillos de mantequilla y azúcar, las tostadas del verano, con tomate, ese mismo tomate pero estrujado, mucha sal y orégano.

Un verano después, me empecé a preocupar por otras cosas; mi ropa no se podía manchar porque sí , por mis ganas de coger el aceite para mis salsas. ¿Qué salsas?
Mis rodillas no me las manchaba para esconderme debajo de la mesa.
Ya me encubría en los rincones más ajenos de cualquier ruido y olor a casa, me quería ir lejos, aunque no supiese que pronto mi lugar favorito volvería a ser allí, donde los fogones y olores más caseros.
Y me fui.
Dejando los sitios atrás, dejando de crecer tanto y casi dominando el fuego y los aceites, un día volví, al mismo punto.


Fuego de verdad, fogones reales y ollas generosas, aceites tan vírgenes y olorosos, especias que decoran de esquina a esquina mi pequeña despensa, pastas, arroces, filetes y vinos, vinos de los nuestros y de los demás, vinos para acompañar y para que nos acompañen.
Lo llevo todo eso a la misma mesa y ya encima de ella te puedo presentar una de mis salsas.
Una roja, espesa y picante, algo amarga aunque dulce, para que acompañes todos tus recuerdos.

Ingredientes.
Tomate, como ese primero.
Una taza de agua, de tu grifo.
Dos cucharadas soperas de aceite, del virgen
Azúcar, una pizca
Sal, gorda
Pimienta, molida o recién molida
Albahaca, del jardín
Cebolla, roja y bien picada
Un puerro ajo, menos picado pero deja que poche bien junto con la cebolla
Carne picada, de cordero
Semillas de amapola, del campo próximo que siempre sueles tener. Son para decorar, no se cuecen. Espolvoréalas por encima, cuando termines tu salsa.


Sigue instrucciones de elaboración de la salsa según recuerdos y criterios propios. No tienes porque llamar la salsa boloñesa, en realidad, no tiene nada que ver.
Eso sí, disfrútala con unos linguini, fetuccini, no porque rimen sino porque son parecidos, como los espaguetis planos pero que tienen más razón de existir que los tallarines.
Repite la misma receta conforme van pasando los años, intenta descubrir lo que añades o quitas cada vez que vuelves a hacerla, apúntalo en tu recetario y guárdalo. Sé que sabes escribir.
Acompaña esa salsa con un vino. No de los que tienes ya catados; escoge uno cuya etiqueta no te suene, mira bien que lleve petit verdot o cabernet, del 2003.

Intenta dejar ese primer tomate en su punto, hazlo como si fuese yo.

viernes, 13 de febrero de 2009


Un miguelito de La Roda

A base de un hojaldre fino, finísimo y crema deliciosa, hoy te cuento un relato breve, espolvoreado con abundante azúcar glas.


Pocas veces vuelvo a los sitios o pocas veces los sitios me hacen volver.

Pero, esta tarde, añoro ese sabor tan fino y tan dulce que hace seis años probé, en la provincia de Albacete.


Te sitúo.

Estamos en la Mancha alta albaceteña, una tierra de paso y nada más.

Y quién me quita de encima los recuerdos, los antecedentes y las garrafas de vino tinto que nos llevábamos a casa juntos, y luego se nos olvidaban, hasta el día que volviésemos a la bodega a por más, más vino.

Nos alejamos algo de las riberas del Júcar, pero allí también aprendí a buscar mi chato de tinto exquisito, para acompañar las cenceñas y el lomo de orza. La Tempranillo y la Tinta del País te dan vinos aptos, vinos de una buena mesa, en las terrazas con vistas a la plaza, entre Minaya y Chinchilla.

Quién me cambia el acento neutro y llano, si yo lo aprendí andando hacia la confitería La Moderna.

Si un día, de paso y sin querer, te encuentras en La Roda, no te vayas sin una caja de doce Miguelitos. Manuel los inventó y un tal Miguel los cató, y de allí su nombre.

Volviendo, trata esa caja con cuidado, no la muevas mucho, y si los olores te hacen abrirla antes de llegar a casa, no aplastes el Miguelito antes de comerlo o, como allí aconsejan, no los chafes, pierden su sabor fino. Deja que se doble dentro de tu boca, intenta respirar sin prisas y sin soplar,

si no el azúcar glas va a volar y buscará hueco en tu ropa, en tu pelo y mejillas.

Pues, esa nube de azúcar, en realidad y si recuerdo bien, es lo que estimula a tu gusto dulce, que esa crema luego no es nada empalagosa, nada dulce, te refresca y te quita el dulzor del azúcar.

Es crema blanca, sin sabor a vainilla. Más bien, sabe a nata ligeramente montada, pero más no te lo podría matizar.

La receta no la tengo y tampoco la quiero tener. La receta está allí y, como bien dice mi padre, cada cosa sabe en su lugar, así que no la saquemos de sus fronteras.


Solamente te quiero decir que, estando ya en el sur,

si un día me traes una caja de doce Miguelitos

yo la abriré con mucho cuidado y el primero lo tomaré sin chafarlo.

El último lo voy a tomar a mi manera.

Igual lo acompaño con mi café por la mañana, igual lo tomo con un vino naturalmente dulce o con una sidra,

pero soplando fuerte, poniéndome perdida de azúcar glas.

Horas después, estaré relamiéndome, buscando el mismo sabor,

el que pude disfrutar en su momento y en su lugar,

coincidencia afortunada, en una tierra de paso y nada más.


sábado, 31 de enero de 2009

Bocata de Calamares en cinco actos


Fitur, o como el mundo entero se reúne en un bocata de calamares


Acto primero. Llegada y objetivo.

Llegué a Madrid con mis miedos varios, y un producto; mi reto personal.
Me tuve que replantear entera para sobrevivir y defender algo que cada vez me motiva crecidamente.
Respeto los protocolos, las buenas maneras en la mesa del marketing y en esos pasillos y explanadas comerciales, donde se hace de todo, menos negocios.
Respeto las intenciones de los demás, pero déjame seguir teniendo ese algo que me hace tomarlo todo muy personalmente y considerarlo mío y, precisamente, superar los miedos varios y acumulados.


Acto segundo. Cómo uno se da cuenta de su ignorancia y recupera nivel y recursos.

Yo, en verdad, de eso no sabía. Pero me gusta observar. Y, nada más llegar allí, observé. Observé bien como los demás me observaban. Después observo que te dan un margen de hacer las cosas algo mal, lo mínimo, para poder seguir observándote y después empezar a matizar sus miradas con ese toque crítico y, más que crítico, vacío y algo pedante. Bien, creo que no lo voy hacer mal del todo.
Yo me río de mi falta de profesionalidad pero, en fin, me quedan muchas horas para demostrar lo que ellos, los observadores, en un principio son incapaces de ver.

Acto tercero. Cómo sonreír sin llorar.

Y empieza la gente a venir, a fluir por los pasillos y yo quiero salir corriendo porque me da miedo que se me acerquen, porque no tengo a mi lado a las personas que suelo tener y las que me dan una base solida de partida.
Me pongo seria, muy seria, así luego cuando sonría uno pensará que ha conseguido hacerme interactuar. Buen juego, y así me muevo, sigo al instinto y una lógica que se suele apoderar de mí cuando el cuerpo se me paraliza y mi mente se precipita pensando en el peor de los casos.

Acto cuarto. La esencia de la enemistad

Espero no dar pena pero, querido mío, formo parte de tu equipo y de tu espacio vital para estos dos días, así que déjame crecer sin quitarte el protagonismo.
Sí, tuve que ser una enterada y algo pícara y no me pega mucho con la cara que tengo. Pero yo por eso me desplacé y tuve que despreocuparme de mis miles de miedos. Me gusta conseguir las cosas con sutileza y educación aunque sé perfectamente que eso molesta, sobre todo allí, donde el mundo entero se reune durante unos días para venderse y promocionar la esencia de las esencias.

Acto quinto y el más largo. Tengo hambre.

Y yo, si paro es para tomar un respiro y seguir pensando en ti, y tú si estuvieras aquí me preguntarías si tengo fuerzas para seguir. Las tengo, siempre pienso que sí, y me da igual no aparentarlo. Hablando de respiros, ahora tengo hambre, aparco mi inercia y me voy a desaparecer durante unos minutos. Me alejo de mi nido de marketing y de la cueva de mis compañeros enemigos y salgo al pasillo central y de repente, de repente!!
Abro los ojos, y miro alrededor y veo de todo, tanta gente, tantos nidos y tantas cuevas bien montadas.
Me abrumo y me alegro.
¿Sabes porque?
Porque, seguramente, habrá más gente con miedos como yo, incluso gente tan dudosa que decide pasar un día conociendo el mundo a través de esos escaparates de colorines. Mira si tengo suerte, mira donde estoy y el porqué, mira que represento tierra que mía no es y ni me acerco al chiringuito de mi país.

¿Para qué?
Si lo llevo dentro, tan dentro que no lo quiero ver artificial y tan fuera de contextos.


Me quedo abrumada durante unos minutos más, saco mi cámara para eternizar el panorama y a pesar de mi hambre esquivo las bandejas de los aperitivos, tan bien presentados pero ofrecidos a gente cuyas bocas carecen de paladar, y sus inquietudes gastronómicas son más gratuitas que esos tentempiés.
Unos minutos de reflexión, dispongo de hambre y de fondos, pero quiero algo especial para el momento, quiero un almuerzo rápido y eficaz.
Deseo quitar el folklor sobrado que me rodea, saboreando lo más sencillo pero rico, lo más exquisito y menos costumbrista que esos jamones y foies que ahora la gente debe aprender a tomarlos con melón, filosofía y confituras.


Entro en un bar, algo alejado de todo esto, pero igual de lleno.
Miro la carta colgada y de milagro veo lo que quiero. Un bocata de calamares, mi bocata de calamares.
El mismo que tomé un día de los primeros que empezaba a trabajar, y recuerdo que lo comí con tantas ganas que se me quedó su sabor clavadito.
Me lo pido para llevar. Y me lo llevo. Tengo poco tiempo pero pienso disfrutarlo. Salgo afuera, me siento en un banco, enfrente de un plano enorme del conjunto que ha atraído al mundo entero,como si fuesen abejas siguiendo doce gotas de miel. Empiezo a comer mi bocadillo, huele a mar y a pan fresco, está caliente y yo tengo mucha hambre como para que me pare la lluvia que empieza a mojarme a mí, a mi bocata envuelto en papel albal y a todos los que están por ahí fuera, buscando su próximo destino de negocios exóticos.

Acknowledgments

Fue mucho pero duró poco. Se me hizo largo pero aprendí lo suficiente para saber volver.
Y si no vuelvo, aprenderé a mantener mi actitud y aprovechar mis nuevos trucos y recursos.
Gracias a mis enemigos por haberme hecho conseguir un trozo de ese mundo que tanto miedo me daba.
Gracias a esa gente desconocida y sin paladar, pero dispuesta a echarte una mano o una sonrisa cuando les cuentas que tu solamente vienes, no para vender, sino para dar a conocer algo que te apasiona y que te llena la vida, las horas y los momentos de lluvia, de hambre y de ilusión.

Conseguí comprobar por una vez más la cultura igualada que pretendo tener y promocionar, volví cansada pero satisfecha, igual de griega a mi tierra de vinos malagueños, ricos, generosos.
Daría las gracias a esas personas que me han empujado hacía ese precipicio de superación pero no lo voy a hacer.

Únicamente, porque sé que voy a tener la oportunidad de hacerlo, en una próxima entrada, en unos próximos capítulos, representando productos queridos en mesas de negocios redondas, comiendo mi bocata de calamares entre trajes, naciones y culturas ajenas, muy ajenas de lo que somos tú y yo.