martes, 27 de abril de 2010

Perdiz, ¿Dónde estás?


Ingredientes de la felicidad

2 perdices, 250gr de caracoles, Arroz bomba 1 taza, 3 dientes de ajo, 150 gr de judías verdes y judiones o garrofón, Tomillo, Una hoja de laurel, 3 cucharadas de oloroso, Azafrán, unas tiras de pimiento rojo asado, Aceite de oliva virgen

No recuerdo ningún plato en especial que me haya acompañado el a de mi santo. Tampoco recuerdo festejos o alguna acción digna de seguir todos los años, el día 23 de abril, día de Sant Jordi.

Eso sí, si el día 23 coincidiese con un domingo, se preparaba algún que otro plato para la ocasión, pero tampoco se alejaba mucho de las buenas mesas que nos acompañaban casi todos los domingos en familia. Por coincidencia del calendario pues, me acuerdo de un cordero asado al horno con sus pataticas, algún que otro buen pescado, o mesas reservadas en restaurantes cuyos comedores se veían repletos de familias, que comían en honor de su Jordi y de su Jorge.

Qué más da, si todo de felicidad se trata, me quedo con las sonrisas de los míos, los brindis y demás honorarios.

Se trata de igualar culturas y sabores, inventar un plato que refleje una festividad no forzada y una felicidad bien deseada. Así que hoy me dejo guiar por el arroz, cuyas propiedades beneficiosas se conocen antaño, cuyo cultivo fue muestra de civilizaciones dotadas de abundancia y prosperidad.

El arroz que cunde, el arroz que alimenta y fácilmente se ensambla junto con los ingredientes que lo acompañen, hoy se cuece con perdices, caracoles y verduras, dobla su volumen absorbiendo los jugos, regado con un seco de Xerez, y se tiñe de amarillo con hebras delicadas y selectas del azafrán manchego.

Como bien te he contado, tienes que juntar ingredientes que insinúen bien su procedencia; los garrofones, el azafrán, el oloroso de palomina fino y dos perdices, que nos puedan hacer a los dos sentir felices.

Se limpian y se secan cuidadosamente con un paño para que no te salpique el aceite a la hora de pasarlas por el recipiente[1] caliente.

Las dos perdices junto con el ajo laminado se dejan dorar a fuego lento durante diez minutos.

Seguidamente se añaden los caracoles ya cocidos y bien limpios. Reconozco que el caracol es un ingrediente polémico; gusta o no gusta. Su sabor travieso hace que el paladar lo reciba con placer o con gestos delicados de antipatía hacía ese animal que, tras la lluvia, va marcando su camino sobre la tierra húmeda. Prosigo, y te digo que si ya has superado tus dudas sobre esa exquisitez de molusco terruño, añádelos y sazona, siempre a tu gusto, caracoles y perdices con sal y pimienta y deja que se poche todo junto durante diez instantes más.

A continuación, lo que tienes que hacer es apartarlo todo y hacer hueco en la misma paella y allí depositar las judías y judiones hasta que se ablanden lo suficiente. Removerlo todo y retirarlo en un plato para proseguir con los demás ingredientes.

En ese jugo que el sofrito ha dejado por su paso por la sartén, añade un buen chorrito de oloroso de Jerez.

Mide una taza bien cargada de arroz, y mezclándolo con ese caldo, ve formando en la paella una cruz que la atraviese de punta a punta.

Añade unas pocas hebras de azafrán. Al lado, ve preparando un cazo de agua hirviendo con una pastilla de sabor a pollo. Esa cruz blanca del arroz, que ya está cogiendo su temperatura, deja cuatro huecos laterales en la paella.

Allí es donde debes repartir el sofrito que has apartado y depositar en línea diagonal las dos perdices y que se queden ahí, acostadas de lado.

Trátalas con delicadeza, baja tu fuego, que las perdices a partir de este punto de cocción se tienen que cocer y reposar y no dorarse más, que tienen una piel muy fina con tendencia a pegarse a la sartén, y su poca carne pronto se va a deshacer.

Ya es la hora de verter el caldo de agua hirviendo que has preparado a la paella. La cantidad adecuada de caldo oscila entre el doble y el triple (si te gusta más caldoso) del volumen del arroz. Te ayudará saber que el arroz tiene que sobresalir ligeramente del nivel del caldo. Añade el tomillo, añade la hoja de laurel. Verás que pronto cogerá un punto de ebullición adecuado, ni muy lento ni excedente, algo que permitirá que el arroz mantenga una temperatura constante.

Su cocción debe durar unos 20 minutos, pero no más. Durante ese tiempo olvídate de tu guiso, no te preocupes que esa forma de cruz se va a ir esparciendo por la paella y el sofrito de caracoles , judías y judiones encontraran su sitio y se dispersaran por todo el recipiente.

Yo me serví media copita de oloroso, y me entretuve con la nota de cata que venía en su botella y la cajita del azafrán.

Por cierto, si te ves con la necesidad de rectificar con más caldo, hazlo pero con agua hirviendo, para que no se pierda ese puntito de ebullición que has conseguido.

Tras esos veinte minutos, apaga el fuego, añade las tiras del pimiento rojo asado que van a hacer tu arroz más vistoso y tapa la paella con un trapo, apartada ya del fuego. Recuerdo, siempre recuerdo a mi abuela diciendo:

-Niña, el arroz mal cocido, bien reposado.

Me impresiona cómo el arroz guarda su temperatura hasta que se presente a la mesa. Entonces es cuando tienes que quitar el trapo que lo ha hecho reposar y llévalo a la mesa, donde tu Jordi o tu Jorge está sentado. Decora la paella con medias rodajas del limón y para degustarla descorcha un cava rosado o un lambrusco, espirituosos fermentados que no eclipsen el gusto al oloroso.

Brindo por las mesas atípicas y festivas, brindo por los recuerdos que me invaden cada vez que me meto en la cocina, brindo por los que comemos perdices y aun no somos felices.

Que aproveche.




[1] paella
(Del valenciano paella).
1. f. Plato de arroz seco, con carne, pescado, mariscos, legumbres, etc., característico de la región valenciana, en España.
2. f. Sartén en que se hace.

paellera
1. f. Recipiente de hierro a modo de sartén, de poco fondo y con dos asas, que sirve para hacer la paella.

Como podemos observar, ambas acepciones son válidas, aunque en mi opinión el término que debería prevalecer es el que dio su nombre al plato, paella. Una vez aclarado este, para algunos, controvertido asunto, prosigamos con la explicación.En resumen, la paella es una sartén a la que se le ha quitado el mango y en su lugar se le han fijado dos asas para que soporte el peso del guiso.
Más info en www.lapaella.net

lunes, 19 de abril de 2010

La ruta del caracol : Parte II


La ruta del caracol, parte II.

¨Vendimiador¨, acuarela 35x50, de Maria Elizabeth Cantini

Sus dos parpados gradualmente han estado sellando su vista, separando su mente de la infinidad de posibilidades que se desplegarían delante de él, tras haber decidido llegar hasta el sur, para encontrar lo que con locura sobrada buscaba.

Lorenzo está viendo a su padre agachado y tan entregado a lo que está haciendo con sus dos manos ásperas y ariscas. Cada golpe que había dado durante toda su vida, sujetando la vara de madera contra las ramas de los olivos, estaba marcado en esas dos manos. Cada grieta de su piel valía por un buen puñado de aceitunas delicadas y hermosas, un buen puñado de uvas que brillaban bajo los atentos repasos de temporales beneficiosos. Cada gota de sudor, que se canalizaba por las humildes arrugas de su envejecido semblante, correspondía a gotas pulidas de aceite, de mostos y caldos valiosos.

Qué perspectiva tan curiosa la que Lorenzo tenía en este preciso momento delante de sus ojos; su padre agachado entre las vides de Vall-Lobrega y, a poca distancia, la mar brillando bajo un sol que pronto concedería su puesto monarca a la noche cálida de ese verano; un verano que ya se despediría pronto del pequeño Lorenzo y le dejaría ese primer recuerdo de una estancia veraniega en el litoral. Lorenzo se distrae admirando el horizonte índigo, por primera vez en su vida está viendo manadas de aves sobrevolando con tanta delicadeza unas cuantas barcas que cortejan la bahía del fondo.

– gaviotas…

Oye el pequeño entre los murmullos de la gente tosca, entregada entre las cepas cargadas de perlas amarillentas y esmeraldas jugosas.

-Pues serán gabiotas, piensa la criatura e intenta repetir esa palabra sin saber pronunciarla correctamente, y se pregunta de qué se alimentarán esas aves que no se acercan al campo para cazar liebres y culebras, como los aguiluchos de Don Cicuta.

Su entretenimiento se acaba pronto, cuando de repente se da la vuelta y se dispone a buscar a su padre. Ya los vendimiadores están recogiendo las últimas cestas rebosadas de racimos maduros, están apilando cenachos y cajas de madera vacías. Algunos que otros están formando pequeñas tertulias para despedirse; mañana es el último día de esta vendimia y habrá que negociar las retribuciones, repartir las plazas y los gastos de los vehículos que han de transportar a estos nómadas de toda broza desde la costa catalana a sus lugares.

Lorenzo, con ojos que brillan de inquietud, está buscando a su padre pero no lo ve por ningún lado. Esas buscas con la mirada, que todos los días repite Lorenzo cuando su padre le lleva con él a las faenas, al niño le han instruido a buscar el sombrero de su padre, el que siempre lleva para proteger su rostro de ese sol intratable.

Ese sombrero, testigo de años de labor duro y protector del rostro paterno, fácilmente se distingue entre los demás; hecho de paja fina y delicada, hace contraste con las hojarascas del agro. Había escuchado a su padre decir que su sombrero se llamaba panamá, y cuán gracia le hacía al pequeño que su padre pusiere nombre a su sombrero!

-Lorenzuelo, cuelga ahí el panamá, que hoy se ha mojado y quién va hasta Logroño para comprarse otro…

y el niño, con mero cuidado, cogía el sombrero y, pasando sus pequeños dedos por su textura lisa y húmeda, lo colgaba, poniéndose de puntillas, en la pérgola de la terraza trasera, donde todavía daba el sol.

Más pequeño y más blanquecino que los demás sombreros, ahora mismo el panamá no se veía por ningún lado y Lorenzo con agonía está gritando el nombre de su padre, mirando hacia los demás compañeros que no se quieren dar cuenta de su desconsuelo.

-¡Papá!

-¡Papaaá!

-Aner, mi papaaá ¿dónde estás?

-Aner, ¡ah por favor no me dejes, mi papi, mi papa Aneeeer!

Llamando a su padre por su nombre, Aner, hace que los compañeros se den la vuelta para localizar el foco del disturbio de este atardecer sereno y el pequeño se dirige hacia ellos gritando:

-¿Dónde está mi Aaaner? ¿Dónde está mi papá… y ya sus palabras se están deshaciendo dando lugar a un llanto monótono y cargante.

-¿Y quién es Aner?, pregunta casi retóricamente una de las pocas muchachas que habían acudido a la vendimia.

-Ah bueno, el babazorro[1] del sombrero raro, alega otro, que poco le está llegando a los oídos y al corazón el llanto del pequeño, que se daba ya por abandonado y desamparado.

Lorenzuelo le mira a los ojos sin entender que le está diciendo ese señor. Los ojos húmedos del pequeño están buscando un hueco de sensibilidad en el rostro de ese hombre pero él, tan bruscamente, le da la espalda murmurando algo que, a los oídos de Lorenzo, suena como ¨gabiotas¨ pero no…

-Vete, gabato[2], vete y cállate ya… diós…

La cara del chiquillo se vuelve más pálida de lo costumbre, una palidez que se asemeja a la del panamá de su Aner. El chiquillo, desconsolado, se agacha al suelo, como hacía su padre hace un rato entre las vides, y tapa con sus dos manitas su cara y se dispone a llorar ya sin voz, sin suspiros sonoros y sus lágrimas abundantes están regando sus palmas tiernas.

Odio a esa gente tan extraña… - dónde está mi papá… odio a las gaviotas que se han llevado a mi padre, -Aner, mi Aner … -dónde estás… odio a esas cepas encantadas que han devorado a mi padre, odio esta tierra hechizada, esa mar tan radiante y a esta gente que me habla con señales bruscos y acentos insociables y no entiendo ¡Aaaner, mi Aner…odio odio, te odiooo! Te quiero padre…

Pensamientos discontinuos que no llegan a ser palabras, como corrientes de aires helados que chocan contra las vallas que protegen a los animales mansos las noches de invierno.

-Oye tú, niño rico, enséñame tu cara y deja de llorar, soy yo, tu moza favorita…quita tus manos de tu carita, niño, sino no te doy agua, cariño..

Una mano cálida acoge la cabecita del niño que está dudando en entregarse al interés repentino de esa muchacha de la vendimia. El tono de voz de la muchacha es semejante a su caricia, tierna y compasiva:

-Niño, Lorenzo, Lorenzuelo ¡mírame! Que tu papá está bien, tu papa se ha ido en barco a traerte corales de la mar, caracoles de aguas dulces y saladas, uvas de conchas citrinas y alejandrinas… Tu papá te traerá chocolatinas de zafiro y un par de zapatillas para que su niño ande ligero y cómodo por tierras desconocidas…

Lorenzo afloja y despega las manos de su rostro, nota el aliento de la muchacha muy cerca de su frente, su mano sigue acariciando su cabeza, le da vergüenza desvelar su cara mojada de lágrimas y sudor. Su llanto y pensamientos se han convertido en gemidos continuos que le impiden respirar. Sin voz y alentando como un cantaor sin compás, decide separar las manos de su cara y dirige su mirada a la muchacha…la muchacha que tiene un rostro hermoso, una sonrisa bien fijada y una voz tan agradable…

-Te fuiste, Lorenzo, te fuiste sin despedirte y eso me dolió. Te busqué por todas partes para darte más agua y acercarte el salero pero tú…tú saliste corriendo del local para buscar a tu padre pero tu padre ya no está. Mira, ha dejado este sombrero para ti y me pidió que te dijese…

La voz de la moza hermosa se esfuma y da lugar a los graznidos de las gaviotas que se están acercando para consolar al niño y admirar de cerca la belleza de esa mujer…


Lorenzo está frotando con sus dos manos su cara empapada de sudor. Bajo los movimientos de su cabeza su mochila cruje contra la arena compacta por todo ese peso, mientras está intentando abrir sus ojos que le escuecen por la luz que, de repente, sus parpados sueltos han permitido que invadiese su vista recién despertada.

Lorenzo abre los ojos de par en par y pasa la lengua por sus labios mojados de lágrimas saladas y sudor agrio y nota su corazón latiendo fuerte. Se incorpora e intenta recobrar el aliento, respira hondo y su mente recupera el sentido y la razón, aunque sigue oyendo claramente esos graznidos de aves marítimos que no cazan ni liebres ni culebras. Lorenzo se levanta, sacude su ropa de la arena fina que se ha metido en cada arruga de prenda y de piel y recibe con agrado ese vientecillo fresco en su rostro angustiado del sol y de ese sueño lucido.

Ya la playa Chica está llena de gente que está disfrutando de esos primeros días que se muestran tan calurosos y atrevidos para ser abril. Lorenzo se agacha y coge su mochila. Mira hacia los posibles caminos que le llevarían lejos de esta aglomeración tópica y vulgar y se dispone a alejarse lentamente arrastrando sus pies por la viscosa arena y, como si un caracol fuere, dejando atrás una profunda huella alargada.

Lorenzo se vuelve a meter en los callejones decidido a desenredar las entrañas de esta pequeña ciudad encantadora, mientras las gabiotas, molestas por los ocupadores de la playa Chica, aletean regalándoles sus graznidos más agudos.





[1]1. adj. despect. natural de Álava.

[2]1. m. And. Cría macho menor de un año de los ciervos o de las liebres.

domingo, 18 de abril de 2010

La ruta del caracol : Parte I


Nota:

En nuevas aventuras me meto hoy, tengo una lucha constante entre el norte y el sur, dos puntos que refuerzan más el sentido bipolar que desde pequeña me define. Considero que me adapto pronto y bien a las nuevas circunstancias y paisajes, sin embargo es un proceso doloroso arrancar mis raíces jóvenes pero resistentes a cualquier cambio, por muy positivo que sea.
Desde que mi ausencia por lugares andaluces se hace más repetitiva, a
lgo que seguramente lo noto yo más que nadie, intento encontrar soluciones entre motivos y razones que me empujan hacía el cambio, superando obstáculos, retrocediendo a momentos míos personales, que temporalmente apaciguan mi alma.

Empiezo a redactar esto sin saber adónde va a terminar, es cierto que no quiero abrumarte con entradas largas sin razón, así que hoy me quedo tranquila presentándote la primera parte de una ruta que acaba de empezar y que un día de estos pienso terminar sin dejar pendientes antojos, dudas y recetas incumplidas.



La ruta del caracol, parte I.



¨Vendimiador¨, acuarela 35x50, de Maria Elizabeth Cantini


Apreciamos las fronteras culinarias, nos movemos guiados por instinto u olfato, viajamos invirtiendo tiempo y jornadas completas sibaritas. Deseamos saciar el apetito y formar gustos poco labrados y tallados, y así sembramos memoria, vaciando platos típicos, aprendemos cómo llamarlos y saber pedirlos. Ilustramos recetas con guarniciones extraordinarias, repletas de texturas y colores diferentes. Sencillamente, procedemos a repetir rutas; una inercia agradable pero algo exigente nos lleva a los mismos lugares, siguiendo la ruta que siempre soñamos, cuando de verdad aborrecemos los platos de cuchara que nos sirve la rutina diaria.
En un segundo intento de enmarcarme en un cuadro riojano, y sin ninguna intención de repetir descripciones de los mismos viñedos que volví a contemplar, esta vez vuelvo con más temple y genio para susurrarte al oído conceptos místicos y comestibles.
Hoy, os presen
to a Lorenzo.



Lorenzo, poniendo en duda su aguante físico y sus inquietudes gastrocósmicas (permítele a Lorenzo que se invente términos tan provisionales como su propia existencia) y con una proverbial lentitud decide viajar hacia el sur. Su pueblo se encuentra en la parte sur de Álava, está entre la Muy Noble, Leal y Coronada Villa de Laguardia y Leza, que se llama Don Cicuta.

Lorenzo, de Don Cicuta, es un chico más bien bajito, moreno, de aspecto recio y algo pálido de cara. Se dedica a la trilogía mediterránea; vides, olivos, cereales y así, según la época, se tira temporadas trabajando en el campo, en los cotos bien definidos de los marqueses que poblan desde hace siglos esa tierra feraz.

Pocas veces ha tenido la oportunidad de alejarse de esas fincas rústicas, rara vez ha estado lejos de esas pertenencias de un mismo dueño. Lorenzo, muy hábil pero poco hablador, se muestra como vividor y abusador de lujos de la buena mesa. Esta mañana se ha levantado antes que cualquier otro compañero suyo, todavía nadie ha salido hacia el coto; este año atraviesan la vencería y los olivos ya pueden esperar. Lorenzo prepara su mochila y algo de provisiones para su viaje. La ropa por un lado y por otro en un lienzo improvisado de lino echa un buen trozo de pan, queso y olivas cosecheras. Lo guarda todo cuidadosamente y se dispone a esperar el vehículo que le va a llevar hasta la capital sureña.

Un viaje largo, extendido por paisajes que tan provisionales y fugaces se marcan desde la ventanilla que le sirve de apoyo para quedarse dormido de vez en cuando, cuando sus ojos ya no aguantan tanta diversidad de tierras y de valles poco familiares. Admirándose a sí mismo, se cree único en poder aguantar el roce constante contra el brazo de su compañero de viaje que está sentado a su lado. Piensa que seguramente nadie haría ese viaje estando tan callado, sin dirigir ni un comentario acerca del tiempo, ni de los paisajes que varían y darían pie a conversaciones creativas.

Recreándose solo pues, ya le queda poco pan y un trozo de chocolate, que pudo comprar en una de las paradas obligatorias del vehículo lleno de gente que inmigra temporalmente hacía la zona marítima del sur. Con un esnobismo pues, digno del de las golondrinas, parte en dos el trozo de la chocolatina y lo va comiendo alterando sus bocados; pan, chocolate, pan y chocolate. Se queda con la boca algo áspera y con un gusto bien amargo, su saliva se vuelve más densa buscando agua para enjuagar y limpiar ese sabor a cacao y trigo. Ya la impaciencia y la sed se están apoderando de su ánimo macizo, ya está inquieto, ya desea llegar a su destino. Es cierto que queda poco. Después de haber visto un amanecer y una puesta del sol desde su asiento poco cómodo, ahora ya la oscuridad allí fuera se está deshaciendo lentamente, y como lo tenía bien calculado, a primera hora del amanecer debería de estar entrando ya en la provincia de Cádiz.

La necesidad de tener que esperar esa llegada tan deseada, le hace quedarse dormido. Y lo logra; él y su sed se funden en un estado de sueño ligero, un intermedio cuyos sueños cortos se mezclan con el ruido del fondo. Así Lorenzo sueña con cántaros de agua fresca y botijos de vino tinto recién sacado de la oscuridad de los sótanos de las bodegas marquesinas. La sed se deshace en su inconsciente medio dormido y de repente se despierta por los movimientos bruscos del compañero que ya con gestos poco tímidos intenta recuperar sus pertenencias que había colocado debajo de su asiento. Lo hace de tal manera que parece que se está vengando por el viaje tan silencioso y poco hablador que, Lorenzo con mucha naturalidad, le había concedido.
Lorenzo limpia rápidamente su boca ya reseca de sueños y de cántaros, y consigue rescatar su mochila entre los demás viajeros que están haciendo lo mismo, deseando salir cuanto antes de ese vehículo que les ha acogido durante casi un día entero.

Con las ganas de un niño pequeño pero igual de recio, Lorenzo salta a la calle y se dirige hacía el merendero más cercano, con gestos rápidos e inquietos envuelve ese último trozo de chocolatina que ya se está deshaciendo por el calor que sus manos transmiten; sus manos, que no saben si guardarlo en el bolsillo o tirarlo. Tirar comida es una cobardía humana, le dice siempre el señor del mesón donde Lorenzo frecuenta algún que otro día. Es un mesón adonde acuden todos los lugareños y compañeros en las vides, cuando desaparece el sol y ese crepúsculo les invita a descansar, tomándose entre todos un par de jarras de cosechero, discutiendo sobre los deberes cumplidos y los sueños vulnerados.

Guarda el chocolate en el bolsillo de su mochila y entra en el local. Se sienta en la barra y espera inquieto la mirada de la chica que se dedica a servir a los que entran en esa casa café, refrescos, vinos y promesas. La mirada prometedora de la moza por fin localiza la presencia de Lorenzo y se le acerca ofreciéndole una sonrisa bien formada. Lorenzo, que en otra ocasión se habría puesto colorado y miraría hacia el suelo, fija directamente su mirada en el rostro de ella y le pide con voz alta y terminante

-Agua fresca y una pinta.

Poca clientela, sólo unos cuantos, desayunando café y tostadas, dispersos por las mesas del comedor, hacen que la chica le sirva rápido el pedido. Lorenzo coge el vaso de agua y como un animal que encuentra su bebedero después de un día entero expuesto al solano del campo, bebe el agua en un trago. Cuando por fin suelta el vaso, la muchacha sin quitarle la vista de encima, le vuelve a echar agua desde una jarra que lleva agua fresca, aunque sabe distinto al agua de Don Cicuta.
Ya más tranquilo, Lorenzo se dispone a beber con más tranquilidad su pinta y se da cuenta de la belleza del rostro de esa moza que le acaba de ofrecer agua, y más agua. Lorenzo, que es tan tímido como las primeras flores del almendro, coge su cerveza y baja la mirada, disfrutando el tacto del cristal frio en sus manos algo sucias del chocolate y del sudor. El local huele a tabaco de anoche, a detergente de la barra recién enjabonada y limpia y le llega un olor suave a aceite de oliva. Están los demás bañando sus tostas en aceite y tomate estrujado, le llega a la boca el sabor ese ácido y dulzón a oliva, y se dispone a pedir una tosta igual. Bueno, y con jamón.

-Maja, ponme una zapatilla.

La chica se le acerca y ya su sonrisa se deshace convirtiéndose en una risa sonora y alegre.

-¿Una qué?
-Una zapatilla, mujer.
-Ofú, yo te traigo lo que tú quiera, pero zapatillas aquí no hay, corazón.

Lorenzo se intimida, no tanto por la ausencia de las zapatillas, sino por la risa de la moza que se alarga eternamente y le hace querer salir corriendo del merendero.

-Bueno, quiero decir, ponme una tosta con tomate y jamón, y acércame también el aceite y el salero.
-Ahora mismo, corazón.

Está ya con su ¨tosta de jamón¨ delante, preguntándose cómo estos homínidos del sur pueden vivir sin poder pedir una zapatilla bien grande y sabrosa, con su pan cateto, con su aceite que impregna su miga viscosa y con sus lonchas de jamón generosas.

-Toma, niño, tu salero, que falta te hace, le dice la chica hermosa con una voz ya más picara que agradable.

Lorenzo coge el salero y, sin caer, se dispone a quitar las lonchas de jamón y echar un poquito de sal, aunque la verdad es que el jamón estaba demasiado salado. Más bien por nerviosismo, Lorenzo se ocupa de sazonar su tosta, sin saber de nuevo qué hacer con sus dos manos.
Cuán decisión ganan esas manos cuando está por los cotos podando vides, o a la hora de proceder al bazuqueo. Y es cierto, donde campan el vino y el aceite surge la emoción y el arte por escrito, pues a Lorenzo, criado entre cepas y olivos fortachones, esa tierra le donó sentido y orgullo. Con cuán fuerza se ve en las manos en la recogida de esa oliva de diciembre, al lado de sus compañeros, que con sus respectivas varas golpean sin cesar las ramas verdes del olivo haciendo caer las negras olivas, retumbando contra los mantones de trapos extendidos en esa tierra de cultivos que son muestras de civilización.

Acabándose lo que él en su tierra llama zapatilla, el detonante que ha provocado las risas y sonrisas de una mujer bonita, pone fin en sus pensamientos de civilizaciones y costumbres lugareñas. Lentamente, como un caracol que alterna contracciones y elongaciones de su cuerpo, se levanta, deja un billete arrugado encima de la barra ya manchada de gotas de aceite y sal y sale del local. Antes de salir a la calle, gira la cabeza para buscar a la moza, su mirada la busca entre la poca clientela que acaba de desayunar.

En fin, luego me paso y la saludo, piensa y se larga lentamente.


Qué sensación aquella de andar por los callejones de este pueblo finisterre [1] y que el sol te acaricie la frente y la nuca una mañana de abril. En Don Cicuta estará lloviendo, esas lluvias repentinas y benditas que hacen que los primeros pámpanos den a luz a las yemas prontas.

Lorenzo se pierde por los callejones del casco antiguo, por intuición se deja llevar por ruidos y olores, y así llega al mercado de abastos. Se apoya con la espalda contra una pared de una casa baja justo enfrente de una entrada lateral del mercado y observa a la gente, sus ojos brillan ante ese constante vaivén de conmociones. Se fija en las cajas llenas de fresones que acaban de descargar de una furgoneta que viene de Huelva. Al lado, una mujer está comprando pescado y su olor hace que Lorenzo recuerde uno de sus escasos viajes que hizo antaño a Salobreña: las tascas del pescado recién llegado de Almuñecar, las cantinas donde ponían fritura de pescado variado y un mosto fino de uva blanca y menuda.
Lorenzo se queda quieto mientras sigue observando. Se da cuenta de su propia sonrisa; la bella del mesón le ha heredado algo de agrado que, por momentos, le sigue invadiendo. Se dispone a escrutar las calles que rodean el casco antiguo para salir al puerto.

Lorenzo llega a la zona porteña de esa pequeña ciudad encantadora y se pone a contar los barcos que acaban de llegar del otro lado y tomar posición en ese punto de unión y separación de dos mares. Lorenzo se siente repleto de sentidos, absorbe el aire marino de ese paraje más meridional, mira hacia el horizonte y no es capaz de distinguir lo que verdaderamente está contemplando, y los efectos ópticos le hacen pensar que es la costa mora la que a lo lejos se ve claramente. Vagamente sueña con los momentos de plena claridad, cuando los viñedos que se extienden desde sus propios pies hasta Haro, cuando levanta la mirada para tomar un descanso, se desvanecen a lo lejos, donde se está marcando nebulosamente la figura de la Virgen de la Vega.

A su derecha el paseo marítimo está cogiendo más forma y se convierte en un sendero turístico, por puntos se atasca de gente que se dedica a inmortalizar esas vistas con sus máquinas fotográficas y automatismos varios, que impiden disfrutar la verdadera belleza de este mar y su extensión hacia el mundo. Lorenzo decide seguir por ese paseo que pronto le lleva a una playa pequeña, que todavía descansa en el silencio de la mañana y acoge con tolerancia y calma excedida las tertulias improvisadas de las gaviotas que reposan en su fina arena.
Respira hondo y seguidamente empieza a jadear, disfruta de ese perfume a yodo que irrumpe su memoria amaestrada a reconocer el olor a mosto, a trigo recién molido y al fruto del acebuche.

El mar, la mar, si así llamándola se siente más cercana y atractiva, ejerce un poder místico a los sentidos de Lorenzo, un chico que vio la mar por primera vez cuando ya había cumplido con sus deberes católicos, poco después de su primera comunión. Santa coincidencia, ese verano habían llamado a su padre de un pueblo de la costa catalana, cuya cosecha abundante requería manos adiestradas para la vendimia tardía de ese verano caluroso, que había impregnado los racimos de aquella zona con sabores melosos y pasificados.

Lorenzo tira su mochila y se siente en la arena algo húmeda de esa playa que los tarifeños llaman la playa Chica. Se echa hacia atrás y la arena se aparta con sutileza bajo el peso de su cuerpo cansado pero satisfecho de haber podido cumplir uno de sus sueños más inocuos: volver a este sitio, donde por primera vez sintió el poder del viento, donde el Poniente le farfulló palabras pasajeras pero que le seguirían durante el resto de su vida. Casualidad que Lorenzo haya crecido entre viñas y arbustos fructíferos, casualidad que Lorenzo no haya pasado sus treinticinco años desenredando redes, podando corales desde la proa o encarnando anzuelos.

Peinando viñedos y viendo crecer a cientos de olivos ha pasado su vida hasta esta misma mañana, tumbado en la playa que desde pequeño soñaba. Se queda dormido, ya profundamente, con la sonrisa tímida clavada en su pálido rostro. La mochila le sirve de almohada, una cabecera menos rígida que la ventanilla del vehículo. La arena ya se va calentando gracias a ese sol que ya sin escrúpulos sigue su ruta, acalorando cada vez más el cuerpo dormido de Lorenzo.

Cansado de los kilómetros recorridos por carreteras azarosas, de la escasa restauración de camino hacia el sur y por las breves paradas de aquel vehículo ambulante, Lorenzo cae en un profundo sueño, tumbado muy cerca del puerto poderoso que une y separa sabores y naciones. El estatus de aquel punto geográfico que Lorenzo quiso volver a visitar, crece más todavía en su sueño profundo, duerme tranquilo. Se ubica a sí mismo en un punto tanto terrestre como marítimo remoto, entre la Rioja Alavesa y Casablanca.

Seguramente no encuentre lo que anda buscando o soñando, quizás vuelva a su vida bien afincada sin haber podido llevarse la esencia de este viaje tan anhelado y ansiado. Pero su propio periplo de recuerdos y sabores indefinidos, por culpa del tiempo que pasa y todo lo deja a medias curado, se ve apoderado esta mañana calurosa de abril, en una playa tarifeña, haciéndose la digestión de un viaje largo, de su sed aliviada y de una tosta de jamón que en la Rioja llaman zapatilla.





[1] del finis terrae (el fin de la Tierra en latín), una punta de tierra que da al mar, en un extremo de una península.