Entrar





lunes, 21 de mayo de 2012

Caymus 2003 y otros enemigos





En un intento de definir la enemistad recurro al material fotográfico y demás recuerdos que traje este año de Boston, MA.  Desafortunadamente este cuento pretende ser, ni más ni menos, mi catarsis personal y pienso que si lo dejo por escrito en estos foros nobles igual un día se me perdonará lo que hice por puro gusto e impulso.

Horas antes de coger el avión de vuelta, persona mía muy querida se quiere despedir de mí llevándome a un restaurante fabuloso, conocido por sus carnes exquisitas pero sobre todo por su carta espectacular de vinos. Las despedidas suelen ser odiosas y a la vez esconden algo enigmático, incluso morboso; dichos acontecimientos suelen transcurrir en un escenario específico, por lo tanto premeditado, y allí uno se tiene que portar.

-Come y calla, preciosa, brinda como un payaso levantando tu copa y sin que te tiemble la mano, sonríe y dime que el vino te encanta, sin que se te escape ningún lagrimón.

Un ambiente que está a la altura de la ocasión, todavía es pronto para cenar, pero me amoldo a los hábitos estadounidenses que te hacen cenar a las 7pm (de la tarde) y te mandan a la cama a las 9pm (de la noche). Una sala amplia, tan amplia que te hace sentir en vez de cliente exclusivo, persona sola y desamparada. Unos cuantos salones que no los separan paredes si no expositores altos de cristal, detrás de ellos innumerables botellas de vino tumbadas, reposando de una forma acordemente pretenciosa, sobre estanterías de madera. 





Un simpático maître de sala se nos acerca y nos señala nuestra mesa para dos, pegada a una cristalera que detrás de ella se despliega una vista maravillosa. Estamos en la parte sur de la ciudad, se ve la bahía y el desemboque del río Charles, el aeropuerto Logan y un parque de atracciones que eclipsa como espectáculo los aterrizajes y despegues  continuos de los aviones que vienen y se van.


-Cómo están hoy, señores.

Cómo quieres que estemos, pues tristes, estamos tristes y venimos a celebrarlo aquí, ¿qué te parece?

-Les apetece un aperitivo, un dry martini quizá, con unas ostras bluebay.

Mi acompañante se anima y yo me hundo en mi sillón, me quedo mirando los aviones en un intento de evitar al maître simpático y a la vez los reflejos de las luces del parque de atracciones que casi me deslumbran.

-I would have an albariño, gracias. Y mi hermano me mira con una sonrisa .
El maître sonríe también, pero él no me conoce.
Albariño para la niña pues y vienen las ostras y el martini, luego unos calamares con salsa agridulce y un buen plato de patas de king crabs, unos cangrejos bastante sabrosos la verdad, de Alaska. Clavo mi mirada en el ketchup y un botecito de tabasco que están en medio de la bandeja de las ostras, no es verdad, dime que no es verdad ¡también les echan ketchup a las ostras….!

La situación me supera, busco al maître simpático para pedirle una copa más de vino pero el ya no está, ahora viene el que se va a ocupar de sugerirnos el segundo y el respectivo vino.

Hay más personal que clientes, hay más botellas de vino que almas ambulantes, más copas de vino vacías por todo el local que luces que deslumbran. Me siento atrapada y el contexto me hace querer coger el próximo avión que se vaya a despegar del Logan.

La tarde transcurre simpática, es que no encuentro otra palabra que todavía tengo la cara del maître clavada en mi cabeza, y mi hermano hace lo mejor para que la despedida no sea despedida.
Nos cambian los platos, retiran la bandeja con los hielos de las ostras y el ketchup, nos cambian las copas y aparece el segundo maître y detrás el sommelier. Me emociono. Pedimos dos entrecots poco hechos con guarnición de espárragos trigueros y unas cáscaras de cebolla rebozadas y así el segundo maître desaparece feliz, muy feliz por habernos conocido a mi hermano y a mi, por haber tenido la oportunidad de atendernos. (fueron sus propias palabras, aquí transcritas y traducidas al castellano)
Llega el sommelier, joven, muy joven, y cargado con un libro pesado.
La carta de los vinos, señores. Mi compañero me ha comunicado que van a tomar nuestro entrecot envuelto en grano de café colombiano molido y sal gorda a la brasa así que déjeme sugerir el vino que pueda acompañar perfectamente su elección.

Le miro y me entrar ganas de reír, verás, que nos traerá también el bote del ketchup para acompañar las carnes.

-Mi hermana elige el vino, gracias, dice mi hermano y el sommelier-cara ketchup me entrega la carta-enciclopedia de vinos.

Me callo. Voy pasando las páginas, los vinos se clasifican por países, localidades, pagos y chateaux, por vintages, cepages, coupages y blends. 

Términos que se diluyen tanto a la hora de repasar la infinita carta. En un intento de centrarme busco ¨Spain¨ y para sentirme más cómoda voy barajando la posibilidad de pedir un vino español. Aalto, Abadía Retuerta, Pingus, Pesquera, Vega Sicilia (of course), Muga, Alvaro Palacios, Clos Mogador, El Nido¨Clio¨, Mustiguillo, Numanthia y más, muchos más. Veo borroso y no me decido y el sommelier coge la carta de mis manos y me pregunta si quiero catar un buen Cabernet Sauvignon de Napa.

-No lo dudes, le digo y ya se me borra la sonrisa pícara referente al ketchup.

Caymus Special Selection 2003, miss. Indudablemente una buena elección, déjeme traerle la botella y lo vemos juntos.

Nerviosa, estoy nerviosa porque son las últimas horas que paso con mi hermano, en breve me tendré que ir y ya no le veo hasta el año que viene. Y ese sommelier que pretende regar los momentos personales de sus clientes desolados con vinos que hacen de pared en ese célebre restaurante.

Viene el sommelier, trae la botella del Caymus envuelta en una toalla negra, lo inclina suavemente y nos lo presenta, etiqueta, contraetiqueta. A continuación trae el decantador, descorcha, lo decanta y en 20 minutos aproximadamente vuelve para servírnoslo, dejando el corcho encima de nuestra mesa. Llega la carne, la cebolla rebozada y un par de guarniciones más. Imposible, imposible centrarme, me es imposible disfrutar, estoy llena. 


La carne está espectacular. Pruebo sólo un poquito; por fuera crujiente, no sabe a café, pero si te deja un último regusto plácidamente amargo al final. Las cebollas están, pues, curiosas. Saben a aros de cebolla frita pero lo que hacen de verdad es potenciar el aspecto de nuestra mesa para dos; un par de hermanos que hacen un esfuerzo para despedirse dignamente, unos chuletones exquisitos, las cebollas apiladas, y ese Caymus 2003.

Me cuesta masticar, es el escenario perfecto pero me cuesta vivir el momento, de hecho apenas traigo recuerdos organolépticos. Más me impacta el contexto, las maneras, el ketchup, el cara-ketchup y el maître simpático que el propio acontecimiento, que ya iba cogiendo cuerpo y color. 


Puedo, no puedo. Ahora sí, un bocado más y un poco de vino, el Caymus que hace que el sommelier se venga a nuestra mesa cada dos por tres para preguntarnos qué tal ese maridaje.
-Armonioso, señores, eso es, ¡armonioso! Tan carnoso con taninos intelectualmente desarrollados, piensen antes de sentir y luego sientan sin forzarlo. 
No lo se, mi inglés es suficiente para entender pero la exaltación del sommelier me hace dudar. Mi hermano se lo está pasando bomba, entre el espectáculo del personal y mi cara de circunstancia.
Desde luego el vino está riquísimo. Rico, palabra pobre la verdad para definir algo que tan intensamente recuerdo. Recuerdo unos aromas no tan evidentes para ser un Cabernet, pero cierto es que de la Cabernet de Napa no tengo muchas referencias. Si que detecto unos aromas muy herbáceos, eneldo y ¿eucalipto? En boca cremoso, moka y café, intenso y yo apenas salivando. Sorprendente, muy cálido y envolvente, apenas tánico. Mi hermano está muy contento también, me cuenta que es uno de los mejores Cabernet californianos, y que es una bodega familiar que ha progresado mucho las dos últimas décadas. La primera añada comercializada fue la del 1972 y actualmente tienen una producción bastante limitada.
Me sorprende su color. Rojo ladrillo con un ribete flotante, destellos intensos teja. Miro detenidamente el mantel, la sombra del vino sobre el fondo blanco y me es reconfortable oír la voz de mi hermano contándome el cómo llegó a conocer este sitio y hablándome de otros buenos vinos que había probado en esa misma sala.

No quiero postre y tampoco he podido acabar mi entrecot. Me tomo una última copa del vino y quiero que nos vayamos ya, tengo que preparar mi maleta y despedirme, ahora de verdad, despedirme de mi hermano.  Por nuestra mesa pasean todos, el maître simpático, el segundo maître y el sommelier, un par de camareros más que se ocupan de despejar nuestra mesa.

Un placer, un placer de verdad. Sonrío y me quedo atrás, estoy colocando bien mi bolso y un par de bolsas de la compra que habíamos hecho antes de cenar. No se que me está pasando pero estoy al punto de hacer algo bastante malo.

Volvemos a casa, estoy nerviosa, a mi hermano le tengo algo que confesar.

-Oye, sabes que he hecho algo y te lo tengo que contar.
-He robado la carta de Del Frisco´s.

Mi hermano se queda callado y sin decirme nada se va a la otra habitación. Vuelve.

-Dímelo, se la pedimos y nos la dan seguro. ¡Has robado la carta! Y empieza a reírse…

Ya estoy de vuelta. Casi tres meses después, el recuerdo del Caymus 2003 lo tengo ahí, repaso las fotos y de vez en cuando su carta amplia de vinos. Pero la historia de ese vino no termina aquí.

A las dos semanas después de mi vuelta, llega a mi casa una carta. Sin remitente, solamente ponía el sello de EEUU, y la localidad, Boston MA.
Subo a mi casa y abro el sobre. Me encuentro con una carta de Del Frisco´s.
Enseguida pienso que ¨me han pillado¨, y antes de empezar a leerla pienso llamar a mi hermano.
Abro la carta y leo un breve agradecimiento del maître simpático, sin más, que fue un placer conocerme y que espera que vuelva pronto a Boston y a su restaurante. No se si fue casualidad, desde luego mi hermano ha estado en ese restaurante muchas veces pero nunca le escribieron una carta. 

También cierto es que rellené un pequeño formulario con mis datos, entre ellos mi dirección, para recibir información de las promociones de Del Friscos. 


Creo que me gané un enemigo más, ese Caymus me incitó a hurtar. Y el maître simpático se llama Kevin.

domingo, 29 de enero de 2012

Zzzzzz… de Zinfandel




En un país donde los espantapájaros migran largas distancias y los pájaros se quedan en la misma costa, el príncipe Ribbit duerme durante todo el año y se despierta durante sólo un día. La zinfandel va a intervenir también, marcando el principio y luego la finalización
¡qué ciclo de vida más perpetuo! de esta hibernación onírica.

En este lugar los árboles no tienen porqué avergonzase; se desnudan sin reparo alguno, esperando a que las ardillas arropen sus ramas, perchas de un ropero abandonado por los actores de un circo ambulante, que se mudaron al sur. Y los pájaros no migratorios costeros; entre ellos los mirlos, carboneros, carpinteros, robins y mynas. Agresivos, ruidosos en vuelo, prefieren pastar en la misma tierra, entre cepas de la zinfandel que cubren llanuras y declives sin sentido, allá donde el clima gélido no deja que nada brote, ni florezca, sólo que una neblina constante y eterna flote, se quede suspensa entre viñedos lineales y cielo gris. Así, el príncipe Ribbit cuando duerme sueña; sueña con vivencias de otros, de terceros, y cuando se despierta respira ese viento que arrastra con sus soplos todos aquellos aromas primarios de tierra, de sarmientos recién podados, de cepas que crecen, brotan y mueren en una hibernación onírica.



Ribbit nació un día de enero, hijo de un padre que nada más sembrar fue secuestrado por ese mismo viento que susurra mentiras, arrastrando en su paso la hojas de parra de color naranja amarga, las que durante los días de enero se quedan solas, embelesando todavía los sarmientos desnudos que, torpemente, obstruyen el paso de la primavera.


Ribbit nació un día de enero justo en el momento en el que el sol hacía su último intento de alcanzar las laderas lejanas de ese paisaje desapacible, hijo de una madre bruja que decidió unirse al circo ambulante. Ella se fue, a ejercer su magia, y oro cobrar por ella, dejando atrás a Ribbit entre las vides de la zinfandel, hechizando para siempre sus sueños, condenándolo a una soledad maldita pero también benigna, soledad que duraba tan un solo día.
Y cuando Ribbit nació casi nadie se enteró, sólo un par de pájaros que picoteaban restos de racimos malcriados, los que nadie vendimió en su momento óptimo y estival.



Y cuando Ribbit abrió por primera vez sus ojos, entonces era enero, vio los pámpanos leñosos, trepaderos, que tan libremente se dejaban crecer delante de sus ojos que acababan de distinguir la sombra del color, el color de la oscuridad, la luz de los pálidos reflejos.



Un niño, un príncipe que nació boca arriba debajo de un viduño zinfandel, Ribbit supo desde sus horas primerizas cómo sus ojos tras abrir, cerrarlos herméticamente, dejando como única vía de estimulo, de sentimiento y de razón su nariz y sus oídos nobles. Y la sensación que uno tiene al nacer es algo que no se registra en ningún lugar, en ningún papel se escribe; memoria también que acaba de nacer, lienzo blanco que espera acoger toda una historia y cuentos de la vid y de la vida.Y Ribbit nada más nacer, cayó en un sueño pleno, pleno de imágenes que se resumían en la forma de un racimo grande y apretado, de color rubí, para despertarse meses después y vivir durante sólo un día. Y cada año igual, una rotación de movimiento lineal, cada año igual, hibernación onírica y vivencia de un solo día.


Los primeros años Ribbit soñaba con aromas, de esa uva misteriosa la que se llama Zinfandel, la que para él ejerció de madre y de padre. Los primeros años Ribbit amamantaba mosto de su fruta, se dejaba acariciar por sus hojas grandes, palmeadas y dentadas y el vino de ese año se hacía semidulce. Las primeras nanas ella le cantó, acompañadas por el compás del viento que con delicadeza soplaba para aliviar el llanto del niño príncipe que duraba sólo un día, y el vino de la cosecha tal era tánico, potente. Sus lágrimas las secaba y absorbía la cepa de la zinfandel, luego el vino de esa añada sabía a fresa, mora y cereza. Los juguetes, los que Ribbit por primera vez tocó fueron sonajeros hechos de racimos, ramas flexibles y engrosadas en los nudos. Entonces el vino del año supo nervioso y juguetón, el vino de ese año hizo que la zinfandel acompañase fiestas, risas y cantares.

Durante años pues el niño de la viña dormía y se criaba alimentándose del tiempo y de cada estación, del viento, del sol y del rocío. Y cada año, sólo una vez, vivía tan sólo una parte del ciclo de la vid, la vida misma se hacía corta, luego se alargaba.

El invierno traía las memorias, la lluvia le limpiaba las legañas. La nieve le enseñaba a aguantar y afrontar la soledad, los deseos, las mentiras. El sol le regalaba un rayo de felicidad, suficiente para poder brotar, crecer, ser noble y orgulloso. Luego la poda le hacía ver, abrir camino y sentir, oler, saber, oír y sonreír, todo eso sólo durante un día. Y la vendimia, la vendimia le dejaba ver que era único, cuando ya se quedaba solo debajo de la vid que ya de sus racimos grandes se descosía.






Hoy que todavía enero es, a Ribbit le toca despertarse, hoy es el día. Ribbit es un niño príncipe que se ha hecho ya mayor, hijo de un padre que nunca conoció, hijo de una madre que se fue al sur para bendecir otros viñedos y otra vid, aliviar las laderas ásperas con alguna brujería.

Ribbit hoy se levantará, acariciará las ramas que todavía huelen a invierno. Conversará con el espantapájaros contándole sus sueños de su última hibernación, anécdotas que terminarán en un guión de un siguiente cuento. Ribbit que ya es mayor, contará los días que le quedan por vivir. Ribbit aprendió a contar, restar y, cómo no, sumar contando las vueltas que los zarzillos dan, enroscándose y endurecéndiose al encontrar soporte.

Ribbit pasará el día como tú y yo; preocupado por este invierno que no tiene fin, por esa hibernación que nos resulta tentativa. Disfrutará instantes de sabor, de aromas de uvas tintas, mágicas, que no tienen ni tierra propia, ni finalidad. Ribbit sonreirá tan sólo una vez, y luego se acostará para soñar junto a su zinfandel, la que nadie sabe de dónde salió, o quién le puso nombre.







Vino catado: Frog´s Leap, Napa Valley 2008, Rutherford, CA.
Príncipe Ribbit: Los que atraviesan un período difícil, semejante a una hibernación no tan onírica.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Pan y Guerra




Me arrepiento de las dietas, de los platos sin salsa, de los días sin pan y las noches sin vino; me arrepiento de las cosas más comunes. Desmigando a solas mis momentos culinarios, comer con pan es amor a sí mismo y mojar, no es ningún delito.

Bellum et panis(lat.), Mars e pane, guerra y pan; etimológicamente justifica el bocado que se conoce como marzipan o en Al Ándalus, mazapán. […]m. Pedazo de miga de pan con que los obispos se enjugaban los dedos untados del óleo que habían usado al administrar el bautismo a los príncipes. La guerra del pueblo para reivindicar su derecho a la propiedad, la tierra, los terruños. Las cosechas, el trigo, el pan. Pan y panes, de maíz, de sémola, de cebada, de almendras, de nueces, harinas, trigos, de centeno.



Ni toco el tenedor; abro los labios y adivino el sabor del pan, de mi propia saliva. Se me escapa un gemido siempre, siempre cuando como pan. Cierro los ojos y mastico el alimento que más lejos está de los caprichos gastronómicos. Siempre el pan se come con las manos, porque su tacto alimenta y satisface tanto como su sabor, porque entre los dedos se siente la miga y su consistencia, esponjosa y a veces ligeramente húmeda. Quién puede rechazar esa ternura que respira un pan recién hecho, caliente. La referencia tan común, pero sublime y cálida, de la rebanada recién cortada que se empapa con mantequilla fresca, con aceite de oliva que impregna su fondo, con tomate rastreado (¨sí, rastreado, no a rodajas, insensatos¨).

Y es tan evidente todo lo que uno puede pensar del pan, que luego nunca se dice nada. Nos quedamos mudos y estupefactos, salivando, ansiosos para percibir ese sabor repetitivo que en vez de cansar se convierte en una costumbre innata. Poner la mesa significa cortar el pan, servirlo en una cesta, repartirlo entre los comensales. Compartir pan y vino es una rutina casi religiosa y, acuérdate que el pan del día anterior nunca se convierte en sobras en la nevera, sino se echa al salmorejo, se hace ¨migas del pastor¨, se le echa leche o vino y se le hace llamar torrijas.

Mojar o cómo familiarizarse con el vino. Recuerdo que mi padre me ofrecía pequeños trozos de pan que los mojaba ligeramente, justo por el ribete de su copa, en vino tinto. Migas envinadas me divertían y como cerezas muy maduras y dulzonas explotaban dentro de mi boca e inducían mi imaginación a un viaje que entonces comenzaba. Mientras mi padre contaba historias y a carcajadas levantaba su copa para brindar yo me embriagaba de felicidad, saciaba deseos, sed y hambre. Al levantarnos de la mesa, en esa misma copa ya casi vacía unas migajas todavía estaban en suspensión, flotaban hasta convertirse en posos del vino que habían absorbido.

Y las tardes cálidas del verano que olían a café, mi abuela se rejuntaba por las tardes con las vecinas en el patio de los geranios, que se enteraban de todos los cotilleos de esas mujeronas, aguantando los secretos de todo un barrio y a la vez el peso de sus flores blancas y rojizas. Y la vecina que más callada estaba recuerdo que me preparaba casi a escondidas un trozo de pan, quitando con las manos su corteza, y me lo mojaba dentro de su taza de café bombón, y mi pan entonces sabía a café tostado y azúcar, caramelo amargo.

Mi madre siempre cuando estaba triste, atormentada por dentro, cogía un trozo de pan. Lo desmigaba y formaba pequeñas bolitas aplastando esa miga entre el índice y su pulgar y se las llevaba lentamente a la boca mientras me susurraba ¨el pan endulza mi tristeza, calma mi estómago, entretiene mi mente y mis sentidos¨, y yo veía cómo sus lágrimas poco a poco se secaban, su tristeza se absorbía por el pan, bocado a bocado la tormenta se alejaba.

Mis domingos todavía huelen a incienso y pan, pan bendito. Tras la misa y si nos portábamos bien, el pan se mojaba con vino abocado, semidulce, el de la liturgia que acababa de terminar, pan con vinsanto, bendito pan y santo vino. Y por las tardes la merienda, una rebanada grande y alargada untada con mantequilla y azúcar.



El pan la panacea, las historias que no se cuentan pero se saben y es un secreto en común, el pretexto para experimentar y el modo de degustar esos sentimientos que a lo largo de nuestra vida se repetirán más de una vez, inmortalizando el sabor del pan.
Y los que de conciencia no comen pan tienen emociones reprimidas, amores y deseos incumplidos. El pan con queso sabe a beso y el pan se moja en las salsas líquidas y otros fluidos esenciales, un solo mordisco puede ser una satisfacción pasajera.

El pan es erótico y gentil, su textura provoca, extraña, tranquiliza y excita. Me lavo las manos y me remango. Mientras amaso siento esa desnudez, entre mis dedos la harina y el agua se hacen y se deshacen, se unen y se convierten en un cuerpo sólido, para que luego se amen horneándose, haciéndose hogaza.

El que insiste en hacer su propio pan, probablemente ama el vino y también escribe versos.

Y la fina baguette francesa es tan crujiente por fuera y blandita y esponjosa por dentro. La piña, la pistola, la rosca, la trenza y los molletes, los bollos y los panecillos. Para hacer pan y hacer el amor lo que importa es la intuición y la intención que guía la mano. Luego se consigue ese único sabor, repetitivo, luego los versos fluyen ricos y dóciles.



Duermo profundamente pero todas mis noches se marcan por un olor tan penetrante, cuando de madrugada un hilo fino perfumado de levadura entra en mi habitación, cuando la panadería que tengo al lado empieza desde prontas horas de la mañana a elaborar pan. Y es como si no pudiese negar las caricias de un amante tímido, que no sabe si debe robarme un beso más, mientras estoy durmiendo. No me despierto pero a veces soy consciente del olor, el día siguiente recuerdo de todo lo soñado mientras desayuno pan con aceite y tomate rastreado, y sonrío masticando.

¿A qué sabe el pan? El pan sabe a todo lo vivido, lo mojado, lo amado.

Por el pan, por la guerra y la paz interior. Me entretengo desmigando momentos y bebo vino cuyos posos son migajas de recuerdos.



Referencias: Allende, Isabel. Afrodita (Cuentos, Recetas y Otros Afrodisiacos) : Pan, Gracia de Dios