lunes, 31 de mayo de 2010

¡pata pam!





Georgia, en su ciudad


Vivo en una ciudad habitada por cuentos que huelen a fogones. Vivo en una ciudad, cuyos callejones se estrechan para desembocar a hogares de una sola habitación, que cocina todos llaman. Sus habitantes tienen todos un don y un único deber hacía el bien común; cocinar durante el día platos de riqueza celestial, preparar manjares que, después de elaborar, con ímpetu en mesas largas o redondas comen.

Los habitantes de esa ciudad se llaman Chefs y grandes cocineros son, soldados de una comunidad que el bien comer de todos a diario vigila. Visten todos traje igual, su uniforme de batalla; delantales limpios y blancos, gorros altos del cándido color y sus armas son cucharas de madera. Luego, tienen otros artilugios como las espumaderas de color, cuchillos afilados de un solo grande filo, ollas inmensas de acero y de pudor, y algún sartén que con maestría doman.

Los pobladores de mi ciudad son todos dóciles y mansos, inofensivos grandes Chefs, que con locura a sus hogares y cocinas quieren. Se llevan entre sí grandemente bien, y sus comedores a todos los demás abiertos tienen. De madrugada, todos hacia la plaza de mi ciudad tienen que andar, y allí intercambiar productos de la tierra y demás materias, en los que su arte yace y se cuece.

Harinas de trigo y de maíz. Frutos secos y olivas. Hierbas, hortalizas y frutos que vienen de lejos y de allí, carnes, aves, cazas y filetes bien jugosos. Quesos y mantecas de pastores que con esmero acercan a la ciudad, chorizos, salchichas y varios embutidos. Sobrasadas, cítricos, pastas y legumbres, pescado y arroces. Especias, sal marina, ostras y miel, alcachofas, remolachas y azúcar glas. Huevos frescos del coral, tallarines, macarrones y judías. Caviar del negro mar, mandarinas y lubinas, almendras y calabacines. Semillas del oriente, salmón rosado y
cuscús el marroquí, chuletas, panes, pasas y piñones. Cacao y la patata occidental, guisantes, cocos, caracoles, chacinas y manzanas. Pimientos rojos y otros, del Padrón, melones y anises estrellados.
Y así cada madrugada, más y más, y cada día más, a la plaza llega aún más,
de esa materia prima.

De día ya, se mete cada Chef en su nido de artillería, cargado con su cesta llena de cada bien y en su cocina y laboratorio, durante lo que dura el sol, se encierra. Creadores e ingenios, héroes de mi curiosa ciudad, los cocineros empiezan a cocer, pochar, guisar, freír y hornear. Amasar, picar, mezclar y con arte bien dorar, sazonar y rematar, probar y dejar de reposar. Añaden, quitan, pelan, mojan, sellan y escurren. Bañan al honor de una tal María, reducen salsas de valor, aplastan, forman y flambean. Espolvorean, calientan y también enfrían, laquean, hierven, cuecen y así, todo el día así, cuecen y cocinan.
Momento mágico y favorito de mi ciudad, de cuentos, tan insólita y rica. Si durante esa de los fogones exaltación, por sus callejones decides dar un paseo largo, te darás cuenta de ese encanto y magia de la que te hablo yo, de ese hechizo que a mi ciudad la tiene embrujada.

Ruidos de cada casa llegan a romper el silencio eterno de mi metrópolis de Chefs artistas, soldaditos que nunca hablan o saben por la boca emitir, cualquier sonido o fonema. Durante tu paseo oirás, aceite que en la sartén salta y chispea, oirás como los platos chirrían entre sí, cuando los prestigiosos esos Chefs con exquisiteces los adornan. Oirás de los cuchillos el crujir, cómo parten y trocean alimentos. Oirás el murmullo de aguas y caldos en ebullición y los ¡pata pam! de los hornos y las ollas que con destreza manipulan. Y tras sonidos varios y, por el estilo definidos, percibirás también olores varios, soberbios y de nivel, que tu nariz embrujarán, te captarán y a lo mejor eternamente en esa ciudad te quedas.

Tu olfato fácilmente se puede abducir por aromas delicados y otros más intensos. Tu presencia y gusto se pueden secuestrar por todo lo que los soldados Chefs, con arte y siempre sin hablar, preparan y elaboran. Tus sentidos, lo mismo encantados, te hacen para siempre allí vivir, entre el fogón de tu lugar y la plaza de abastos. Ponerte tú también gorro blanquecino y delantal del mismo ese color y dedicarte a cocinar, sin parar y sin hablar, cociendo y probar, comiendo y madrugar y cada día que se ponga el sol, lo mismo.

Ciudad de cuentos, digo yo, cómo te pude escapar, de ti y de tu silencio eterno. Y una cosa te voy a contar, una cosita más, secreto entre tú y yo, así avisado estás si lo mismo que a mi te pasa.
Mi ciudad se rodea por un río de color púrpura, diría yo rubí. Río de aguas rojas, oscuras y profundas. De madrugada casi negras mis ojos esas aguas las ven y a mediodía a veces su cauce obtiene un color violeta. Por el atardecer, el río rojo picota ya se ve, rojo de sangre de una batalla que nunca terminó y en sus aguas duermen sus heridos. Ese río en mi ciudad se conoce como Maldición, y sus pobladores Chefs nunca a sus riberas se acercan. Alguien les dijo que de su agua nunca deben de beber, si la probasen peligro grande correrían. Así todo cocinero Chef, cada habitante de esa ciudad, joven o anciano, vivía encerrado en esa ciudad, rodeado por una maldición, de la que nunca nadie salir se atrevía. A su rumbo y deber diario cada uno de ellos se disponían a proceder, sin hablar y sin cantar, sin silbar y sin de placer poder saltar y exclamar, sólo callados cocinaban y comían.

Decirte que también, que todas esas exquisiteces, los soldados de la vianda y de la paz con agua fresca siempre acompañaban. Esa misma es la razón, por la que cada día a preparar un nuevo plato se ponían, buscando a un único sabor que hasta entonces nunca conseguían. Día tras día, cargados de sus cestas llenas de cada bien, pensaban que ese día, ¡Sí! ese día acertarían. Pero por la noche cuando se ponían a comer como lúculos ingenuos, con agua sus platos maridaban. Con agua apaciguaban su sed, con agua y agua sus cuerpos dóciles regaban.

A mí el silencio me viene mal, yo contar y narrar todo lo vivido quiero, aunque me encanta el bien comer, aunque sin él también aguantar podría. Así que un día de esos mil, durante mi paseo favorito entre callejones de silencio que olían a manjar y a perdiz, en una pared vi algo escrito en pintura gris.
Vino hace salud. Y el agua de lo que tú llamas Maldición no es que sea sangre. Vino es, que de las entrañas de la tierra fértil sale y riega todo corazón, complementa el sabor y hablar te hace.

De mi ciudad decidí irme y pensar que a ese sitio ya jamás y nunca volvería. Así tuve que denunciar mesas largas y redondas de manjares llenas, delicias del mundo entero. De mi ciudad corriendo yo salí, cruzando el río púrpura rodeador, en una barquita hecha de cuentos y pudor, de hojas de parra y mucha valentía.

Fuera de sus muros y fogones vivo feliz, sin experimentar ese sabor soberbio y exquisito. Así, a cambio te sé cantar y bien contar, a menudo mi trozo de pan con una copa de vino tinto acompaño.

martes, 25 de mayo de 2010

Los amantes del Cencibel


Desde la solera solitaria de mi vejez, redacto esta carta y me dirijo a ti,
querida esposa mía.
Estoy atravesando el largo pasillo de mis recuerdos, un paseo que me tocó andar solo y sin ti,
velada y señora mía.
A cada paso de esta travesía me encuentro al enemigo de
mi memoria, nublada y traidora, y no sé qué duele más; tu ausencia o esa demencia que flirtea con una vida entera.
Yo, que tengo en contra vientos de cuerda sensatez y años de juicio vividos, me encuentro ahora aquí para confesarte por disertación escrita lo que más me hizo disfrutar de nuestra larga vida cónyuge que tú primera la rompiste.
Te fui infiel desde el primer trago de vino tinto Cencibel -desde el día que te conocí- hasta el día que oí
tu último suspiro.





Mucho tengo que contar que tú no sepas. Aun así, me ciño tan sólo a los años que contigo degusté, décadas y décadas plenamente compartidas, para recordarte momentos, eventos y detalles que tú no supiste bien saborear, ni paladear lo justo.
Con un esfuerzo tremendo y tan humano, esquivo ahora mismo lagunas de memoria, charcos de recuerdos vagos y remonto al pasado feliz y anterior, y así me explico y te narro.

Te recuerdo pues, a ti sentada a mi lado con una copa de vino en la mano, brindando por un amor, nuestro amor, perpetuo y de color rubí; por una vida, nuestra vida, llena de recuerdos a fruta escarchada y dulzona.
Tú y yo, moderados y correctos los dos, acompañábamos todo principio y final de cada acontecimiento con un caldo vivo y fiel, un vino tinto que en tu tierra los tuyos llamaban Tempranillo y en la mía Cencibel, creyentes cada uno de su propio terruño.
En nuestros primerizos y fugaces encuentros en las verbenas del otoño en Malagón, llegabas al pago de don Florentino para festejar conmigo la cosecha, y así fuimos acreditando nuestra unión, así dábamos testimonio de mi infidelidad que tan pronto florecía.

La Tempranillo. De gran finura, como tú. Tan noble como tu presencia, tan aromática como el perfume que desprendías a tu paso. Se vendimia pronto, como pronto me enamoré de ti, Lucía. Racimos largos y estrechos, como tu cuerpo esbelto y gentil, se llevaban para el despalillado para dar paso a la pisa de sus uvas de color negro y casi azulado, semejante al brillo de tus ojos, Lucía.
Sí, la Cencibel. La misma Cencibel, la de mi infancia y de mi tierra, cuyo nombre te hacía constantemente gracia. Luego, tus labios de color cereza, al catarla se expandían en forma de una sonrisa pletórica, convirtiéndose en un cereza apicotado, propio de la Cencibel, la que tanta gracia tenía. Variedad perfecta para largos envejecimientos como es mi caso, que al final he durado más que tú, Lucía. Tú que todavía deberías estar, añeja y generosa, para darme más vigor y hacerme compañía ahora que voy a tomar una última copa del Cencibel, o como tú lo llamabas, Tempranillo.

Dos barricas de roble, tú y yo, acogiendo caldos de la misma tinta, respetando nombres que a la misma uva hermosa se refieren. Dos barricas, tú y yo, reposando en filas bajas de andanas centenarias en altas catedrales. Pronto tu madera rompió y me dejaste solo aquí, sin razón de existir y sin matices, y antes de marcharme te cuento una escena más y así mi infidelidad a ti aclaro.

La demencia, que desde que te fuiste tú, se dedica a hacerme compañía, a veces se burla francamente de mí y en lugar de recuerdos me permite vivir intensamente sensaciones, afila mis sentidos de sabor y de olfato, algún que otro color sorprende mi mirada turbia, mis ojos algo desteñidos.

Lucía, voy a tomar mi última copa de vino tinto de uva cencibel, y ahora que tú no estás la voy a nombrar como a mí me guste. Lucía, desde que te conocí te fui infiel; las veces que sin ti tomaba vino, las veces que confundía el color intenso de ese caldo con el brillo de tus labios; las veces que el sabor de tus besos que de pronto se desvanecía, se esfumaba al sentir el gusto ese fino y dulzón del vino cencibel que ,cuando no estabas tú, me solazaba.

Visión
Descorcho esta última botella. Mi memoria se paraliza por completo. La demencia me invade y mis sentidos empiezan a renacer. Me sirvo la última copa que voy a tomar antes de irme a buscarte. Cojo la copa y la inclino hacía mí, sobre superficie blanca y opaca. Mis pupilas se extienden, mi mirada se dilata y observo ese color intenso rojo y rubí profundo, de capa alta, denso y espeso de frambuesas sobremaduras ya. Mi mano vieja está templando no de mi edad provecta, sino de alta emoción que este último brindis solitario a mí me evoca.

Olfato
Apoyo la copa en la mesa y la someto a una ligera rotación y la dirijo hacía mi nariz; fruta negra, quizá grosella. Cierro mis ojos desteñidos y desmenuzo en mi cabeza, ya vacía de recuerdos, ese olor y sigo… Cuán disparidad de sensaciones, el Cencibel tan aromático y bien definido, cuya complejidad se desenreda dejando atrás sus aromas primarios dando ahora mismo lugar a un ligero y fino recuerdo sí, recuerdo, a madera.

Gusto
Acerco la copa a mi boca, que hace años ya que no celebra la costumbre de la sonrisa. Acerco la copa a mis labios agrietados y siento el tacto húmedo y fresco que va empapando y, así, aliviando grietas y rasguños de mi edad tardía. Mi boca absorbe el intenso y vivo caldo hacía atrás, hacía mi cavidad bucal que siempre con placer a ese vino recibía. El cencibel lo percibo ondulante, amplio y sin florituras, preludio total de un trago bien merecido e infiel a ti, Lucía.
Lo saboreo despacio, bendiciendo a la vez esa frescura de temperatura moderada que deja a esa estructura gustativa prevalecer, y mi lengua así ser capaz de subrayar todo dato íntimo de su sabor y nobleza. Excitante y cautivador, mi cencibel querido, tan potente y gustoso. Intento profundizar en algo a menudo disfrutado hasta este último instante y -memoria timadora y traidora- siento como si fuere la primera vez, como si la primera vez que te vi fuere.
Del gusto, pues las frutas como en nariz aparecen, y enseguida el retrogusto me hace notar matices casi táctiles y bien palpables, cómplices del gusto en su totalidad, de vainilla y de canela, ambas sensaciones y exaltación del paladar, balsámicas y aterciopeladas.

Termino mi copa y así llevo a cabo y te anuncio mi última infidelidad a ti, Lucía. Me marcho de esta soledad y del pasillo de mis recuerdos con un sabor de boca potente, dulzón y casi picante, tal vez por la madurez de ese cencibel que tu llamabas tempranillo.

Largo al final, como todo vino expresivo, se me ha hecho eterno su sabor y cada degustación que tú no presenciabas.

Perdóname, Lucía, toda infidelidad, perdóname por haber disfrutado tanto mientras tú estabas, absuélveme de ese cencibel que así seguí llamándolo cuando tú ya no estabas.
Perdóname cada trago bien catado, perdóname cada gemido de placer que tú no me hayas provocado.

Me largo de aquí y voy a encontrarte, solera y matriz, querida esposa mía. Nómbralo como quieras, ahora que nunca volveré de ese vino a beber, de ese vino tinto;
La Tempranillo o el Cencibel, santa ella, santo él.


Notas:


Este post participa en el ¨I Premios Vinos y Blogs del III Concurso de vinos del Noroeste¨

Los amantes: Lorenzo muere tras catar esa última copa de vino y tras un año del fallecimiento de Lucía. Muere por la vejez, amor, demencia y soledad.

Vino Catado: Pago Florentino - Bodegas y Viñedos La Solana. Monovarietal de Cencibel, D.O. La Mancha, Malagón, Ciudad Real. En tierra de piedras graníticas arcillosas con gran carga mineral. Crianza de 12 meses en barricas de 225lt. de roble francés.


jueves, 20 de mayo de 2010

La Tarta y el Lugar




Vaivén lo mío, curioso viaje por vidueños, pagos tardíos empinaos, pendientes pizarrosas y lagares de ese famoso mountain.


Popular y apreciada, cosmopolita, de bondad y una pizca merdellona, Málaga se clava hondo, ocupa momentos recónditos e íntimos en el corazón de uno. Acusaciones, fundadas todas en el recuerdo del sabor, amalgama y ensamblaje de vino dulce, vino seco, vino tierno, vino maestro, arrope y vino de color.

Ingredientes que indican e insinúan tierra fértil; en un pasado mora y antaño anfitriona de pasos fenicios y también griegos. Tierra productora y patricia de olivas, nobles moscateles y de la rome o romé, de almendras doradas y bien saladas.
Poca gracia me hace llevarme recuerdos de materia palpable,
¨he estado en Málaga y me acordé de ti¨, suena tan insípido y tan mentira. Las veces que vuelvo a esa tierra que huérfana e insensata me recibió y desde entonces puntualmente me acoge, educando mi razón y mis sentidos, me llevo de recuerdo visiones panorámicas de la bahía: Humo ascendente que huele a espeto. La picardía partida y aloreña en forma de oliva. Biznagas blancas vírgenes y de jazmín y una obra dulce, una ricura escondida entre azúcares, trigo, pasas, almendras y vino dulce.

Sin intención alguna de provocar tu gusto, a mí ya se me hace la boca agua recordando ese pastel, esa tarta malagueña, que contiene cada matiz de toda una cultura. Cultura cosechera y labrada bajo un sol que nutre cepas, arbustos y almendros, que convierte las uvas en pasas dotándolas de un gustillo a miel de caña.

Ni falta que hace desplegar secretos e ingredientes que componen dicha exquisitez. Sin embargo, te aseguro de que se trata de un bizcocho fino y esponjoso, que al morder y masticar se deshace lentamente, revelando así el papel del aceite de oliva, aunque también confieso que mi nariz tal vez, detecta un olor intruso a manteca.

Base sólida y elegante pues, la masa de la tarta, acoge en sus pliegues y plisados a las ricas pasas moscatel y un puñao de almendras, interpretes de compás y de rigor, del recetario flamenco.
La nobleza del sabor se complementa con un toque curioso que me cuesta expresar; Pienso hablar de clavos bien molidos en un mortero, o de esencia a canela de picor y cosquilleo, o incluso de la atrevida nuez moscada.
En fin, un toque a especias de esa procedencia a mi me suena, degustando esa tarta que me tiene alobada y fiel, compañera de viaje del norte hacía el sur y viceversa.

Dejo a posta y por último el vino dulce; el que al final de su elaboración se encarga de otorgarle su sabor esencial. Los artesanos al hornear la masa de esa golosina, impregnan cada miga con ese caldo maestro, como la madera de la bota impregna el vino con un sabor propio y merecido.
La tarta dorada y perfumada alcanza así textura húmeda y fina, aspecto que te atrae y te conquista, haciéndote presentir y adivinar su sabor meloso.

Esté donde esté me acordaré de ti, y siempre te traeré recuerdos e impresiones, llevándome el sabor y la tradición de tierras bien queridas. Me decanto por una ofrenda gastronómica que adereza los sentidos y alimenta, me identifico con esa tarta popular y apreciada, de bondad y muy malagueña.

Más info: La tarta Malagueña

jueves, 13 de mayo de 2010

Obras Menestras


Entre semana y a diario, me dedico a recuperar la sencillez de mis sabores y de mis prontos culinarios.
En la sencillez se halla mi instinto básico, el que me lleva a la mesa, intermedio y remedio agradecido entre labores, deberes y demás compromisos.
En la sencillez encuentro el equilibrio que me mantiene lejos de ingredientes delicados y bien considerados, la sencillez es hoy mi menester que me hace buscar y rebuscar obras del arte de guisar, obras sencillas y menestras.



De punta a punta recorro el mapa de los platos de cuchara, cruzo el puente que me separa del río Carrión y de un sabor que, hace poco, me pudiste describir. Digno de mención el brillo de tus ojos, mientras me estás narrando lo que sentiste al degustar dicho plato, una menestra palentina.

-Nada que ver con las demás,

las que por obligación figuran cómo guarnición de platos a menudo reclamados. Las que se registran como primero de un menú, cuya estructura te recuerda que tu almuerzo va por pasos y etapas, con el único fin de complacer tu concepto de cantidad, guiando tu apetito hacía la saciedad y el aborrecimiento. Pan y vino incluido, Marcelino.

De verduras, de la huerta y de la temporada y en corte brunoise, es el fondo de una gran menestra.

Cebolla roja y dulzona, apio picante o nabo aromático y pícaro, guisantes frescos y menudos como perlas verdes lustrosas y opacas, pimiento rojo y morrón, que refuerza el gusto a guindilla.

Los palentinos, pletóricos, castizos y muy hogareños, suelen añadir a dicho guiso carne de cordero, chicha nutritiva y esencial de sus tierras y ganados fértiles.
La dieta, tanto de la sencillez como de la extravagancia, uno la complementa con un vino tinto y fiel. A tu alcance está todo terruño vinícola y productor cercano de caldos exquisitos. Testimonios y algo de documentación fugaz me hacen pensar que tú te decantaste por un Ribera del Duero y aplaudo tu voto.

Una menestra tiernamente elaborada, pletóricamente degustada y servida con esmero entre semana y a diario, me hace volver a un sabor inicial y tan sencillo, contando perlas menudas y opacas.


1.es.wikipedia.org/wiki/Marcelino_pan_y_vino

2.Brunoise, técnica de corte en dados. Suele elaborarse a partir de un corte en juliana y posteriormente un giro de 90º perpendicular sobre el eje longitudinal para hacer los "dados" entre 1 y 2 mm de lado. En el caso de la cebolla, se realiza haciendo cortes perpendiculares al nudo, luego en paralelo a la tabla de cortar y luego en paralelo con respecto al nudo para finalmente producir los cubos.


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Ο αρακάς της κατσαρόλας μου & άλλα έργα τέχνης

Στην καθημερινότητα της εβδομάδας, η ενασχόλησή μου περιορίζεται στην εύρεση της απλότητας των γεύσεων και των γαστρονομικών μου ανησυχιών. Στην απλότητα, λοιπόν, αναγνωρίζω το βασικό μου ένστικτο, αυτό το ίδιο ένστικτο που με κάνει να κάτσω στο τραπέζι, αντίδοτο ευλογημένο και διάλειμμα από τη δουλειά, τις υποχρεώσεις και τις λοιπές δεσμεύσεις. Στην απλότητα βρίσκω την ισορροπία που με κρατά μακριά από τα λεπτεπίλεπτα και εξεζητημένα υλικά, μία ισορροπία που με κάνει να ψάξω ξανά και ξανά έργα μαγειρικής τέχνης, έργα απλά και άρτια.




Διατρέχω απ’άκρη σ’άκρη τον γαστρονομικό χάρτη των μαγειρεμένων πιάτων, διασχίζω τη γέφυρα που με χωρίζει από το ποτάμι Καριόν και από μία γεύση που, πρόσφατα, μου διηγήθηκες. Άξιο αναφοράς το βλέμμα σου, ενώ μου περιγράφεις αυτό που ένιωσες δοκιμάζοντας αυτό το πιάτο, ένα λαδερό, αρακάς της κατσαρόλας από την Παλένθια.

-Καμία σχέση με ό,τι είχα φάει μέχρι τώρα,

μπιζέλια που εξορισμού παίζουν το ρόλο γαρνιτούρας και συνοδείας συνηθισμένων πιάτων. Μπιζέλια που τρως για πρώτο πιάτο ενός μενού, του οποίου η δομή σου θυμίζει ότι το μεσημεριανό σου φαγητό είναι άλλη μία καθημερινή ρουτίνα και ο μόνος, μοναδικός σκοπός, είναι να ικανοποιήσει την έννοια της ποσότητας και του κορεσμού... ο λόγος σου με χόρτασε και το ψωμί σου φάτο.

Λαχανικά και ζαρζαβατικά, του κήπου και της εκάστοτε εποχής , κομμένα όλα a la brunoise, αποτελούν τη βάση αυτού του παραδοσιακού φαγητού.

Γλυκά κόκκινα κρεμμύδια, ραπάνι πιπεράτο ή σκανδαλιάρικο σέλινο πικάντικο, μπιζέλια φρέσκα και μπιρμπιλωτά, χάντρες γυαλιστερές και πυκνοϋφασμένες. Κόκκινη και λίγο καυτερή πιπεριά τσούσκα, συστατικό ενισχυτής της διακριτικής αυτής πικάντικης γεύσης.

Οι καστιλλιάνοι κάτοικοι της Παλένθια, πληθωρικοί και σπιτίσιοι, συνηθίζουν κατά την προετοιμασία αυτού του πιάτου, να προσθέτουν μικρά αρνίσια μπριζολάκια, κρέας ντόπιο και παραδοσιακό μιας γόνιμης γης, που φιλοξενεί στην αγκαλιά της ατέλειωτα κοπάδια.

Τόσο τα απλά, καθημερινά μας πιάτα, όσο και τα πιο εξεζητημένα, τα συνοδεύουμε με ένα κόκκινο, πιστό κρασί. Εάν βρεθείς συνδαιτυμόνας σε ένα τραπέζι στην Παλένθια έχεις κοντά, πολύ κοντά σου, χώμα, γη και έδαφος πλούσιο και πρόσφορο, που βγάζει κρασιά και μούστο εξαίρετο.

Σύμφωνα με τη μαρτυρία σου και μία φωτογραφία, αντιλαμβάνομαι ότι αυτό το νόστιμο φαγητό το συνόδεψες με κρασί που βγαίνει στις ακτές του Ντουέρο και επικροτώ και επαυξάνω τούτη σου την επιλογή.

Ένα πιάτο λαδερό, με αγάπη και προσοχή φτιαγμένο, ένα πιάτο που απόλαυσες χωρίς ενδοιασμούς μια μέρα καθημερινή, με κάνει να γυρνώ στην πρώτη γεύση και απλή, μετρώντας χάντρες πράσινες και πυκνοϋφασμένες.


Πληροφορίες για την Παλένθια : es.wikipedia.org/wiki/Palencia

domingo, 9 de mayo de 2010

La inteligencia emocional de la Caballa, en adobo y silencio


Diario asíncrono y mudo es mi memoria que rebota, retrocede y remonta.
Ni caso a los que me han querido conocer y que con vigor se
han pronunciado:

- Ruego seas menos tímida, señorita.

De timidez y señorías poco, y en este preciso mo
mento del domingo, ruego cierres la boca y los ojos y me acompañes al cuento de hoy.


Ingredientes

Un kilo de caballas frescas, medio litro de sherry vinegar, una taza de aceite de oliva, dos dientes de ajo, dos ramitas de romero, una hoja de laurel, sal.



Me llamo María, tengo ocho años, resido en Rota, donde felizmente vivo con mis padres y mis tres hermanas. Soy la menor y, aún así, no la menos avispada. Es más, padezco de una enfermedad que sólo yo conozco, y que llamo mente prodigiosa. No me gusta presumir, de hecho nunca me he sentido superior ya que, para mí, ser tan inteligente en una familia numerosa, es una desgracia y contratiempo, que a diario tengo que ocultar y oprimir. La inteligencia excepcional y prematura que se aloja en mi cuerpo joven e inmaduro, me hace ver todo desliz de lucidez de cada uno de los miembros de mi familia, mientras que la mediocridad enriquece con vulgaridad nuestras vidas, bajo el techo del hogar que nos ha tocado compartir.

Gracias a dios, no sólo tengo defectos. Soy una niña especial, dotada de una virtud suprema. Tengo un don que me ayuda a mantener esa inteligencia extravagante a la sombra. Vivo feliz y albergada en un mundo de silencio, oigo sin escuchar claramente, pienso sin tener que decir lo que siento. Eso sí que es un privilegio, del cual disfruto desde que nací; de niña chica lloraba sin oír mi llanto, de niña grande juego libremente, sin poder escuchar las regañinas de mi padre.

Tampoco puedo percibir claramente los coloquios de mi madre cuando se junta con los que forman parte de su círculo social, y así me libro de las disertaciones y de las cuestiones tratadas de los que vienen a nuestra casa y, tras contemplarme, miran con una compasión saturada a mis padres diciendo:

-Qué niña más guapa vuestra benjamina, una pena que sea muda.


Cuán gracia me hace esa pena disimulada en cumplidos oportunos, esa pena que percibo yo en sus rostros y que habita sus almas desde siempre y no por haber visto a una niña muda pero hermosa. Una pena no saber distinguir los defectos de las virtudes.

Sin embargo, lo que yo considero más don que otra cosa, es mi propia boca insonora. Una divina gracia dotó a mi cavidad bucal de un gusto superior. Como padezco de una inteligencia terminal e injusta, tengo el sentido de la lógica bien afilado y así, reconozco que la justicia en mi caso mandó que mi boca callase eternamente a cambio de poder disfrutar todo sabor de cada alimento, y así sorprender los deseos de mi gusto gratamente.

Ese silencio ha hecho que todos mis sentidos estén en un perpetuo regateo:
Te quito palabras y te regalo sabores. Tú no oyes pero saboreas. Tú no hablas pero paladeas. Te quito el poder de cantar y murmurar melodías a cambio de manjares salados, picantes, dulces, amargos, agridulces, de texturas crujientes, sedosas.
Te quito el poder de reír y de gritar con desenfreno a cambio de alimentos exquisitos, acompañados de aromas, olores y perfumes envidiables.
Te quito la voz y te regalo el sabor, te regalo un gusto supremo.
Te nombro niña prodigiosa, bella, muda y gourmet.

Así que yo soy María, me atiborro a ideas y conceptos demasiado intelectuales que chocan contra mi juventud sorda y callada. Disfruto de comilonas esplendidas junto con mi familia, almas amigas, parientes y conocidos bienvenidos que a menudo nos visitan a casa, cuya puerta está abierta a todo público que no se siente incomodo a la hora de compartir mesa con una niña callada y sibarita.

Como niña pequeña que soy, tengo mis caprichos, antojos y empeños. Todo eso, claro, a una escala delicada y bastante cortesa, ya que nadie conoce mis dotes. Tengo que disimular mi alegría, mis enfados, algún que otro pensamiento mísero y, aparentemente todos piensan que soy una niña que no habla, luego no piensa.

Así que te voy a relatar dos casos de mi día a día, un malo y otro bueno, algo que abarca todo sentimiento propio, desde el aborrecimiento hasta la recompensa, desde el enojo hasta la ricura en cuanto a mis gustos culinarios se refiere.

El desayuno.
Una por las razones por las que no soporto ese primer roce diario con los alimentos es mi ánimo bajo cuando me encuentro recién despertada. Todas las mañanas abro mis ojos y –gracias a dios- no oigo nada. Me encuentro en un estado de preámbulo algo saturado. Siempre me despierta la mano de mi madre, empujándome ligeramente del hombro que sobresale de las mantas. Me acerco a la cocina donde ya están casi todos los miembros de mi familia sentados y ese continuo vaivén de tazas, tostadas e infusiones me marea mucho más que cualquier discusión en tono alto. Me encuentro en un estado transitorio todavía, como un cazo de leche a fuego lento que ligeramente se lleva a la ebullición. Y es cuando llega mi peor momento del día.
Mi madre me trae la taza de leche caliente, junto con unas tostadas y mantequilla. Sentada en la mesa, junto con mis hermanas, tengo la mente todavía vagando por los sueños de la noche anterior, sin embargo mi olfato, mucho más despierto y espabilado que yo misma, detecta el olor a leche caliente. Aunque pudiera hablar, aún así, me faltarían palabras para describirte la repulsión que siento al mirar dicho panorama matutino.

Niña muda yo, por lo tanto sin derecho a gustos, me quedo siempre inexpresiva, tímida o como prefieras llamarlo. Así que mi madre lleva preparándome el mismo desayuno los últimos seis años de mi joven vida, y todavía no se ha dado cuenta de lo que todas las mañanas estoy tramando, bajo sus narices insensatas y miradas compasivas. Mi estrategia, pues, consiste en untar las tostadas con la mantequilla, a continuación mojarlas en la leche, que a mí me provoca repulsión, y con movimientos lentos pero seguros ir pegando los pedazos de pan empapados debajo de la mesa de nuestro comedor, que acoge nuestros desayunos, almuerzos, cenas y demás reuniones gastronómicas. Todo eso, perfectamente camuflado por gestos míos que insinúan el acto de comer, lo cual incluye masticar, tragar y repetir.

Bendito sea el pan tostado que con tanta fieldad me ha acompañado a todo desayuno, cuyas migas absorben la leche caliente que yo nunca voy a tomar. Bendita seas, mantequilla, que haces que mi plan funcione y que mis bocados se queden bien pegados debajo de esa mesa grande de madera.


He de reconocer que me veo obligada a hacer la vista gorda ante esos desayunos repelentes, ya que la hora del almuerzo siempre recompensa y alimenta mis inquietudes culinarias.

El almuerzo.
Debo confesar que vivo por los almuerzos. Debo confesar que me siento como una reina sentada en esa mesa junto con los míos, y que delante de mí se despliegue todo alimento suculento y divino. Eso sí, tengo alguna que otra preferencia en cuanto a esos festines diarios; me gustan los almuerzos domingueros, cuando mi madre nos prepara pescado y, en concreto, caballas en adobo.
Aunque soy inteligente, no sé que es la felicidad. Como todo ser prodigio presume saber definirla, pues pienso que antes de ser feliz debe de ser imbécil, y aquello se cataloga entre mis fracasos diarios que dicha inteligencia a mi me trae. Pues no, no sé en qué consiste la felicidad, pero yo me encuentro feliz cuando me veo sentada comiendo con plena lucidez olfativa y gustativa unas caballas frescas, ricas y jugosas en su adobo de vinagre jerezano y romero de nuestro jardín.

Cierro los ojos y desmenuzo casi a ciegas y eso sí, en silencio, la caballa que me ha tocado. Llevo a mi boca insonora su rica carne, tras rebañar ese bocado en el jugo que la caballa, ese pescado humilde y fiel, va soltando en mi plato. Mastico al principio con ansia y poco después algo más lentamente, trago el bocado y relamo mis dedos y repito el mismo ritual una y otra vez. Entre el jaleo dominguero yo me encuentro tan tranquila y tan feliz, mi mente prodigiosa por un momento suelta información inútil que todos los días va registrando y se centra en el sabor de dicha exquisitez, memorizo la sensatez de ese plato; el sabor ácido y algo rancio avinagrado que rocía la rica y densa fibra de la caballa. No envidio las conversaciones perpetuas que se están desarrollando alrededor de mí, no envidio las carcajadas, las risas y las voces que en vez de oír, intuyo.

Solamente tengo una espina menuda y diminuta, clavada en mi corazón joven, tan fina y pequeña, como las que atraviesan el lomo de mi caballa; Una astilla, por no llamarla envidia, cuando tomo un descanso de mi tarea sibarita, levanto la mirada y veo la cara de mi padre que intercala entre los bocados y los diálogos unos tragos de vino tinto que aquí en Rota llaman la tintilla. Pienso que el vino, aunque todavía por causa de mi edad temprana no he podido degustar, es algo que un día llegará a colmar mis inquietudes gastronómicas y, tal vez, haga que mi mente prodigiosa se afloje un poquito, dando paso a esa embriaguez, esa misma embriaguez que mi padre en ocasiones sufre.


Proceder

Se limpian bien las caballas, se les quita las escamas y las vísceras, y se secan con un trapo bien.
Por otro lado, se prepara en un cuenco el adobo: El vinagre, el aceite de oliva, los ajos sin pelar, el romero y las hojas de laurel.
Prepara la parilla y cuando esté bien caliente espolvoreas la s
al (si es gorda mejor que mejor) y enseguida colocas las caballas. Cuando estén listas las pasas al adobo, donde añades el caldo que han soltado en la plancha mientras se han estado haciendo. Las caballas, al introducirse en el caldo del vinagre deben de estar calientes, mientras el propio adobo tiene que estar frío, recién sacado de la nevera.
Ese contraste de temperatura hará que las caballas absorban rápido y homogéneamente ese caldo
y se quedarán bien jugosas.


Me llamo María, tengo sesenta y cuatro años y resido lejos de Rota. Soy una mujer normal y corriente, tal vez demasiado tímida. He vivido una vida insonora pero rica, he tenido a un marido excelente y unos hijos hermosos, aunque algo caprichosos. Cada vez que me visitan me reconquistan con abrazos y me piden que les prepare alguna que otra comida que en su presencia se convierte en un plato suculento y en su vocabulario se cataloga entre lo que ellos llaman ¨las recetas de mamá¨.

Hoy vuelvo a mi casa natal. Entro, y por la puerta de la cocina me quedo mirando esa mesa donde antes me juntaba con mi familia. Me encuentro sola en medio del comedor que ahora está vacío, pero silencioso como siempre.

Suelto la bolsa del pescado que acabo de comprar y me sirvo una copa de tintilla. Hoy, domingo, me vienen a visitar aquí mis hijos. Me pongo el delantal y me dispongo a preparar unas caballas en adobo y en silencio.






A mi madre, María.
Protagonista prodigiosa y testigo silencioso de toda una vida.



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viernes, 7 de mayo de 2010

La Gloria del Fricasé. Pena, soledad y vitamina C


Tú, que te conozco, relacionas a menudo una voz sugestiva con unos ojos marrones, radiantes; un film británico con el olor a palomitas; un libro largo y de volumen con tu escapatoria más reciente; un vinho verde, y más que joven, con esa despedida que aún no has asumido; un gin fizz con tu tendencia a mezclar bebidas gratas a tu paladar, bajo el techo del Chicote.


Periódicamente relacionas una música sugerente con un plato suculento y yo reviento de empatía.




Busco una forma sutil, una manera insípida para pasarte esta receta. Hablemos de frecuencia e insistencia y te voy a ser sincera; es la segunda vez que repito este guiso y lo enriquezco con moluscos, un par de guindillas y un buen Pero Ximén. Sin embargo, la canción se mezcla a diario con el ruido de la calle y forma parte de mi banda ancha y sonora de mi diligencia.



La última vez que te vi, el mes pasado, nos cruzamos en la puerta del restaurante de la calle Montera. Te noté deteriorado pero con la misma ansia de verte ya sentado en la mesa del fondo,devorando un plato tras otro. Aunque nunca nos hemos saludado, tú y yo nos conocemos bien. Sabría reconocerte por la nota que acaba de tomar el camarero.

- De primero ensaladilla rusa con salmón, de segundo las patatas con butifarra y de postre la crema inglesa con tu copa de pacharán.

Yo a punto de salir y tú estás entrando, y eso que siempre tenemos que coincidir, sea en el propio comedor, sea en la entrada de la Gloria[1]. Mientras me pongo el abrigo, voy observando tus andares; estás arrastrando los pies más que nunca, te desplomas en la silla y con la agonía de siempre estás buscando ya al camarero. Conozco tu postura en la mesa. Conforme el almuerzo está avanzando vas perdiendo tu posición vertical, te vuelcas encima de los platos, tus codos marcan la distancia máxima entre cuchillo y tenedor, atareados participes de tu comilona exhaustiva.

Me doy la vuelta y me pregunto qué es lo que te hace comer solo todos los días, me pregunto si tus cenas son igual de abundantes, exquisitas y solitarias. Abro la puerta para salir y pienso que en breve notarás mi ausencia, justo después de terminar la ensaladilla, levantarás unos centímetros la mirada para inspeccionar qué es lo que están comiendo los demás, por si hoy ha salido una nueva sugerencia y tú no te has dado cuenta. Pues la de la mesa de enfrente ya no está, y ¡adivina adivinanza! qué es lo que he comido yo…

Salgo a la calle, tengo frío y el alma algo partido por no haber coincidido contigo hoy en el comedor, en la mesa de enfrente.



Ingredientes

Un kilo de espinacas, medio kilo de sepia limpia, dos cebollas, un par de dientes de ajo, un tomate, media copa de Pedro Ximénez, aceite de oliva, medio limón exprimido, laurel, sal y dos guindillas.



Recuerdo esos platos fricasé como si fuesen una tregua entre viandas cargadas de manteca y pucheros contundentes. Cortarlo todo menudo y saltearlo, sería la definición merecedora de ese estilo de guisar. Una receta de hortalizas y herbáceos bien picados, un remedio y una finura de sabores te propongo hoy, pensando en ti, que tienes que empezar a cuidarte, compartiendo almuerzos y miradas.


Etimología

Del francés fricassée, que a su vez puede tener dos orígenes: del latín vulgar frigicare (freír), o de un cruce entre dos verbos franceses frire (freír) y casser (romper).



Cebolla y ajo en pedazos. Se sofríe todo junto y se le añade el tomate, bien picado, las espinacas partidas finas.

Remata el sofrito con media copita de Pero Ximén y las dos guindillas. Por último colocas dentro de la olla la sepia, partidas en juliana de un grosor decente, que los moluscos se cuecen rápido y sus fibras se ablandan y tu fricasé así peligra. Deja el guiso durante diez minutos a fuego más que lento y al cabo de ese tiempo retíralo y sazona a tu gusto con limón y sal.

En intimidad te cuento un par de secretos. Que las espinacas tienen que permanecerse al diente, sino pierden todas sus propiedades, entre ellas sus vitaminas C y E, su hierro y magnesio. No te confundas y nunca eches la sal mientras el guiso está en hervor. La sal deshidratará la sepia y se te quedará dura e incomestible, así que siempre la añades al final.

De los platos que a diario degustamos tú y yo, en mesas y locales diferentes, me quedo con tu postura de no cruzar palabra con nadie. Me pregunto qué harías si un día me levantase, me acercarse a tu mesa con mi plato y me sentase contigo, si sabrías decirme qué es lo que estoy comiendo y qué canción he estado tarareando hoy.

- Un fricasé, amigo, y una canción. Bien ligados y en la gloria, como dos extraños comiendo en la misma mesa.



miércoles, 5 de mayo de 2010

Rosario Sayalonguino






Tú y yo, en plena temporada de recogida de frutos que están en todo su esplendor y riqueza. Una buena primavera que se precipita en declararse por las cuestas axárquicas. Yo me encuentro en el filo de una navaja malgastada, mientras tú te estás sirviendo otra copa de licor de nísperos.

Todo fruto que contenga azúcar genera alcohol y por orden sucesivo a mí dichos licores me generan malestar, jaquecas y síntomas curiosos, efectos de un olfato que últimamente me está traicionando más que nunca.

Ingredientes
aguardiente, azúcar y más azúcar, nísperos de Sayalonga.
Para que no se te vaya la mano, por cada litro de aguardiente utiliza medio kilo de azúcar y uno de nísperos.


Mi abuelo estaba sentado en el jardín, saboreando uno de sus últimos atardeceres. Agradecido por todo lo bien vivido, descansaba en su mecedora de madera, prolongación ya de su cuerpo encorvado, durante toda esa última primavera. Con las piernas estiradas y descalzo, frotaba lentamente sus pies contra el césped, con su mirada serena engullía la vista que se extendía frente a él.
Frente a un jardín desbordado de rosas y buganvilias de color púrpura, así olía mi abuelo: a rosas, aguardiente y mistela. En aquel entonces, no era más que una niña pero tenía el olfato agudo y bien afilado. Aunque ya pasados más de veinte años desde el traspaso de su bodega, aquel almacén de andanas de roble había impregnado cada una de sus prendas, o sería su propia piel que desprendía ese ligero olor a uva fermentada, que esa primavera se ligaba en una afortunada mezcla de licor y rosas.

Ese prospero atardecer, mi abuelo lleva en sus manos un puñado de nísperos, grandes, frescos y hermosos. Su mano, de poco aguante, los suelta encima de su faldón y empieza a comerlos, uno a uno con una lentitud precisa, una lentitud que se convierte en una degustación merecedora de un sibarita experto en nísperos y frutos jugosos.

Fue entonces cuando aprendí a degustar los alimentos sin llevármelos a la boca, pero saber definirlos por las expresiones del propio degustador. Sabores intensos excitan mi paladar, jugos melosos con puntos ácidos explotan en mi boca y desde entonces sé describirte a qué saben los nísperos.

Con movimientos intermitentes mi abuelo está pelando cada uno de ellos, le quita primero el cuerno, lo abre tirando de su hollejo dando al fruto media vuelta y se lo lleva a la boca. Mastica lentamente, halla con su lengua los huesos y los separa a un lado mientras se traga la rica pulpa. Una coordinación perfecta de sus movimientos bucales, sabe disfrutar un níspero bien rico y maduro y le veo juntando en su puño los huesos, llevando su mano a su boca con un gesto cortés y fino, como si bostezase delicadamente.

Los nísperos se le acaban, y él sin apartar la mirada de donde siempre la tiene fija, empieza a jugar con los huesos de color marrón caoba; con pequeños gestos los cambia de mano, los mueve como si fuesen dados a punto de saltarse de su puño, empieza a rozarlos con sus dedos, como si fuesen un rosario.

Me acerco, le llevo una servilleta para que se limpie las manos. Me paro justo detrás de él, me apoyo en su hombro y se la dejo encima de sus rodillas. Él gira la cabeza y me regala una sonrisa grande pero frágil.

-Ven aquí, susurra y me coge de la mano y me hace parar justo delante de él.
-Abre tu mano, Georgia

y en mi palma abierta suelta los huesos de los nísperos. Intento sujetarlos cerrando mi puño y mi abuelo apretando mi mano con su palma me mira y me dice:

-Tira fuerte…

Levanto la mano, su brazo sigue la órbita del mío y, juntando nuestras tímidas fuerzas, los huesos salen volando y se caen entre los rosales. Me quedo a su lado quieta, mirando hacia delante, siguiendo con la mirada la trayectoria que han seguido los huesos de los nísperos cayéndose a poca distancia de nosotros. Me llega el olor de mi abuelo…anís, licor, aguardiente, mosto, nísperos, licor de nísperos. Y rosas.

Elaboración
Se mezcla el aguardiente con el azúcar en un frasco grande de cristal. Se parten los nísperos por la mitad y se depositan dentro del mismo frasco. Se cierra bien, herméticamente, se deja al sol durante treinta días. Al cabo de ese tiempo, separa los nísperos macerados filtrando el licor y guárdalo en una botella con un tapón de rosca. Los nísperos partidos por la mitad se pueden comer, o se pueden triturar y preparar así una deliciosa confitura.

Ya han pasado veinticinco años desde ese prospero atardecer, desde que dos manos, siguiendo la misma orbita, lanzaron unos huesos de nísperos de color marrón caoba. Una mano prospera los juntó, una sonrisa grande me hizo prestarle la mía y juntos tirar esos dados allí, entre los rosales, donde hoy se puede ver un arbusto grande que cada primavera florece y, poco después, se llena de unos frutos ricos, hermosos y jugosos, llamados nísperos.

Cómo me falla la memoria, cómo me falla el olfato; cuando me pones delante unos nísperos me confundo y pienso en buganvilias de color púrpura, mostos y anises. En Sayalonga ya han celebrado su festín de mayo, mira ese cartel y dime cuán casualidad me persigue y qué jaquecas sufro yo, por haber aprendido a saborear mirando a los demás.