domingo, 9 de mayo de 2010

La inteligencia emocional de la Caballa, en adobo y silencio


Diario asíncrono y mudo es mi memoria que rebota, retrocede y remonta.
Ni caso a los que me han querido conocer y que con vigor se
han pronunciado:

- Ruego seas menos tímida, señorita.

De timidez y señorías poco, y en este preciso mo
mento del domingo, ruego cierres la boca y los ojos y me acompañes al cuento de hoy.


Ingredientes

Un kilo de caballas frescas, medio litro de sherry vinegar, una taza de aceite de oliva, dos dientes de ajo, dos ramitas de romero, una hoja de laurel, sal.



Me llamo María, tengo ocho años, resido en Rota, donde felizmente vivo con mis padres y mis tres hermanas. Soy la menor y, aún así, no la menos avispada. Es más, padezco de una enfermedad que sólo yo conozco, y que llamo mente prodigiosa. No me gusta presumir, de hecho nunca me he sentido superior ya que, para mí, ser tan inteligente en una familia numerosa, es una desgracia y contratiempo, que a diario tengo que ocultar y oprimir. La inteligencia excepcional y prematura que se aloja en mi cuerpo joven e inmaduro, me hace ver todo desliz de lucidez de cada uno de los miembros de mi familia, mientras que la mediocridad enriquece con vulgaridad nuestras vidas, bajo el techo del hogar que nos ha tocado compartir.

Gracias a dios, no sólo tengo defectos. Soy una niña especial, dotada de una virtud suprema. Tengo un don que me ayuda a mantener esa inteligencia extravagante a la sombra. Vivo feliz y albergada en un mundo de silencio, oigo sin escuchar claramente, pienso sin tener que decir lo que siento. Eso sí que es un privilegio, del cual disfruto desde que nací; de niña chica lloraba sin oír mi llanto, de niña grande juego libremente, sin poder escuchar las regañinas de mi padre.

Tampoco puedo percibir claramente los coloquios de mi madre cuando se junta con los que forman parte de su círculo social, y así me libro de las disertaciones y de las cuestiones tratadas de los que vienen a nuestra casa y, tras contemplarme, miran con una compasión saturada a mis padres diciendo:

-Qué niña más guapa vuestra benjamina, una pena que sea muda.


Cuán gracia me hace esa pena disimulada en cumplidos oportunos, esa pena que percibo yo en sus rostros y que habita sus almas desde siempre y no por haber visto a una niña muda pero hermosa. Una pena no saber distinguir los defectos de las virtudes.

Sin embargo, lo que yo considero más don que otra cosa, es mi propia boca insonora. Una divina gracia dotó a mi cavidad bucal de un gusto superior. Como padezco de una inteligencia terminal e injusta, tengo el sentido de la lógica bien afilado y así, reconozco que la justicia en mi caso mandó que mi boca callase eternamente a cambio de poder disfrutar todo sabor de cada alimento, y así sorprender los deseos de mi gusto gratamente.

Ese silencio ha hecho que todos mis sentidos estén en un perpetuo regateo:
Te quito palabras y te regalo sabores. Tú no oyes pero saboreas. Tú no hablas pero paladeas. Te quito el poder de cantar y murmurar melodías a cambio de manjares salados, picantes, dulces, amargos, agridulces, de texturas crujientes, sedosas.
Te quito el poder de reír y de gritar con desenfreno a cambio de alimentos exquisitos, acompañados de aromas, olores y perfumes envidiables.
Te quito la voz y te regalo el sabor, te regalo un gusto supremo.
Te nombro niña prodigiosa, bella, muda y gourmet.

Así que yo soy María, me atiborro a ideas y conceptos demasiado intelectuales que chocan contra mi juventud sorda y callada. Disfruto de comilonas esplendidas junto con mi familia, almas amigas, parientes y conocidos bienvenidos que a menudo nos visitan a casa, cuya puerta está abierta a todo público que no se siente incomodo a la hora de compartir mesa con una niña callada y sibarita.

Como niña pequeña que soy, tengo mis caprichos, antojos y empeños. Todo eso, claro, a una escala delicada y bastante cortesa, ya que nadie conoce mis dotes. Tengo que disimular mi alegría, mis enfados, algún que otro pensamiento mísero y, aparentemente todos piensan que soy una niña que no habla, luego no piensa.

Así que te voy a relatar dos casos de mi día a día, un malo y otro bueno, algo que abarca todo sentimiento propio, desde el aborrecimiento hasta la recompensa, desde el enojo hasta la ricura en cuanto a mis gustos culinarios se refiere.

El desayuno.
Una por las razones por las que no soporto ese primer roce diario con los alimentos es mi ánimo bajo cuando me encuentro recién despertada. Todas las mañanas abro mis ojos y –gracias a dios- no oigo nada. Me encuentro en un estado de preámbulo algo saturado. Siempre me despierta la mano de mi madre, empujándome ligeramente del hombro que sobresale de las mantas. Me acerco a la cocina donde ya están casi todos los miembros de mi familia sentados y ese continuo vaivén de tazas, tostadas e infusiones me marea mucho más que cualquier discusión en tono alto. Me encuentro en un estado transitorio todavía, como un cazo de leche a fuego lento que ligeramente se lleva a la ebullición. Y es cuando llega mi peor momento del día.
Mi madre me trae la taza de leche caliente, junto con unas tostadas y mantequilla. Sentada en la mesa, junto con mis hermanas, tengo la mente todavía vagando por los sueños de la noche anterior, sin embargo mi olfato, mucho más despierto y espabilado que yo misma, detecta el olor a leche caliente. Aunque pudiera hablar, aún así, me faltarían palabras para describirte la repulsión que siento al mirar dicho panorama matutino.

Niña muda yo, por lo tanto sin derecho a gustos, me quedo siempre inexpresiva, tímida o como prefieras llamarlo. Así que mi madre lleva preparándome el mismo desayuno los últimos seis años de mi joven vida, y todavía no se ha dado cuenta de lo que todas las mañanas estoy tramando, bajo sus narices insensatas y miradas compasivas. Mi estrategia, pues, consiste en untar las tostadas con la mantequilla, a continuación mojarlas en la leche, que a mí me provoca repulsión, y con movimientos lentos pero seguros ir pegando los pedazos de pan empapados debajo de la mesa de nuestro comedor, que acoge nuestros desayunos, almuerzos, cenas y demás reuniones gastronómicas. Todo eso, perfectamente camuflado por gestos míos que insinúan el acto de comer, lo cual incluye masticar, tragar y repetir.

Bendito sea el pan tostado que con tanta fieldad me ha acompañado a todo desayuno, cuyas migas absorben la leche caliente que yo nunca voy a tomar. Bendita seas, mantequilla, que haces que mi plan funcione y que mis bocados se queden bien pegados debajo de esa mesa grande de madera.


He de reconocer que me veo obligada a hacer la vista gorda ante esos desayunos repelentes, ya que la hora del almuerzo siempre recompensa y alimenta mis inquietudes culinarias.

El almuerzo.
Debo confesar que vivo por los almuerzos. Debo confesar que me siento como una reina sentada en esa mesa junto con los míos, y que delante de mí se despliegue todo alimento suculento y divino. Eso sí, tengo alguna que otra preferencia en cuanto a esos festines diarios; me gustan los almuerzos domingueros, cuando mi madre nos prepara pescado y, en concreto, caballas en adobo.
Aunque soy inteligente, no sé que es la felicidad. Como todo ser prodigio presume saber definirla, pues pienso que antes de ser feliz debe de ser imbécil, y aquello se cataloga entre mis fracasos diarios que dicha inteligencia a mi me trae. Pues no, no sé en qué consiste la felicidad, pero yo me encuentro feliz cuando me veo sentada comiendo con plena lucidez olfativa y gustativa unas caballas frescas, ricas y jugosas en su adobo de vinagre jerezano y romero de nuestro jardín.

Cierro los ojos y desmenuzo casi a ciegas y eso sí, en silencio, la caballa que me ha tocado. Llevo a mi boca insonora su rica carne, tras rebañar ese bocado en el jugo que la caballa, ese pescado humilde y fiel, va soltando en mi plato. Mastico al principio con ansia y poco después algo más lentamente, trago el bocado y relamo mis dedos y repito el mismo ritual una y otra vez. Entre el jaleo dominguero yo me encuentro tan tranquila y tan feliz, mi mente prodigiosa por un momento suelta información inútil que todos los días va registrando y se centra en el sabor de dicha exquisitez, memorizo la sensatez de ese plato; el sabor ácido y algo rancio avinagrado que rocía la rica y densa fibra de la caballa. No envidio las conversaciones perpetuas que se están desarrollando alrededor de mí, no envidio las carcajadas, las risas y las voces que en vez de oír, intuyo.

Solamente tengo una espina menuda y diminuta, clavada en mi corazón joven, tan fina y pequeña, como las que atraviesan el lomo de mi caballa; Una astilla, por no llamarla envidia, cuando tomo un descanso de mi tarea sibarita, levanto la mirada y veo la cara de mi padre que intercala entre los bocados y los diálogos unos tragos de vino tinto que aquí en Rota llaman la tintilla. Pienso que el vino, aunque todavía por causa de mi edad temprana no he podido degustar, es algo que un día llegará a colmar mis inquietudes gastronómicas y, tal vez, haga que mi mente prodigiosa se afloje un poquito, dando paso a esa embriaguez, esa misma embriaguez que mi padre en ocasiones sufre.


Proceder

Se limpian bien las caballas, se les quita las escamas y las vísceras, y se secan con un trapo bien.
Por otro lado, se prepara en un cuenco el adobo: El vinagre, el aceite de oliva, los ajos sin pelar, el romero y las hojas de laurel.
Prepara la parilla y cuando esté bien caliente espolvoreas la s
al (si es gorda mejor que mejor) y enseguida colocas las caballas. Cuando estén listas las pasas al adobo, donde añades el caldo que han soltado en la plancha mientras se han estado haciendo. Las caballas, al introducirse en el caldo del vinagre deben de estar calientes, mientras el propio adobo tiene que estar frío, recién sacado de la nevera.
Ese contraste de temperatura hará que las caballas absorban rápido y homogéneamente ese caldo
y se quedarán bien jugosas.


Me llamo María, tengo sesenta y cuatro años y resido lejos de Rota. Soy una mujer normal y corriente, tal vez demasiado tímida. He vivido una vida insonora pero rica, he tenido a un marido excelente y unos hijos hermosos, aunque algo caprichosos. Cada vez que me visitan me reconquistan con abrazos y me piden que les prepare alguna que otra comida que en su presencia se convierte en un plato suculento y en su vocabulario se cataloga entre lo que ellos llaman ¨las recetas de mamá¨.

Hoy vuelvo a mi casa natal. Entro, y por la puerta de la cocina me quedo mirando esa mesa donde antes me juntaba con mi familia. Me encuentro sola en medio del comedor que ahora está vacío, pero silencioso como siempre.

Suelto la bolsa del pescado que acabo de comprar y me sirvo una copa de tintilla. Hoy, domingo, me vienen a visitar aquí mis hijos. Me pongo el delantal y me dispongo a preparar unas caballas en adobo y en silencio.






A mi madre, María.
Protagonista prodigiosa y testigo silencioso de toda una vida.



www.aytorota.es

3 comentarios:

J. M. dijo...

En Cádiz, la caballa se entierra simbólicamente para dar por finalizado el verano, a finales de agosto o principios de septiembre. Toca desenterrarla ahora que llega el verano.
La caballa se prepara en la Bahía de Cádiz acompañada con piriñaca. Base de tomate, pimiento verde y cebolla, en trocitos muy pequeños, aderazado todo ello con aceite, vinagre y sal.
Esperamos más.

Cuentos Al Vino dijo...

Lo del entierro de la caballa me suena, pero seguramente lo confundo con el entierro de otro pescado azul, la sardina, que creo que aquello anuncia el fin de los carnavales.
Muchas gracias por tu comentario, ahora estoy pensando en la elaboración de algún salazón, quizá filetes de atún, ¨enterrados¨ en sal gorda.
Un abrazo.

J, M. dijo...

Efectivamente, estás en lo cierto. La sardina se entierra para dar por finalizados los carnavales. La caballa para finalizar el verano.
El atún, ya que lo dices, fue fuente de riqueza en la antigua Baelo Claudia (Bolonia) romana. Con el garum, una especia de salsa con mucha fama en todo el Imperio. Las almadrabas siguen existiendo por la zona de Barbate. Esperamos tus recetas atuneras.
En fin, suerte con el blog, que muy interesante.