domingo, 23 de octubre de 2011

Como la trucha al trucho




Cuando los cuentos se sustituyen por leyendas.
Cuando el amor da lugar a frases hechas
que uno articula por inercia.
Cuando el vino es un último sorbo de un godello, de la añada 2010.
Cuando uno toma ¿trucha? de postre. Entonces sí, yo también te quiero.


[...]Hay una vieja leyenda que cuenta que después de aparearse las truchas, la hembra se come al macho como prueba de fidelidad.
El dicho “te quiero mucho, como la trucha al trucho” nace de esta especie y su peculiar manera de demostrar el amor, aunque sea sólo un gracioso juego de palabras.

A falta de fidelidad, pruebas, leyendas propias, palabras y juegos con los que todos hemos soñado instantes antes de enamorarnos, recurro a un regalo dulce que recibí -de una persona igual de dulce y a la vez muy salada- estando todavía en un lugar donde no pude encajar.

Sin embargo, tras un par de meses de una inconstancia tremenda –y momentos antes de empezar una nueva vida- repaso los pocos pero grandes momentos de ese desencaje, y apelo a esos sabores que me hicieron seguidora fiel de esa extraña dulzura, bien dosificada, dulzura que no empalaga, que no se olvida.
Siguiendo ese hilo de memoria gustativa me es casi imprescindible mencionar el correspondiente vino de la d.o. Monterrei y la importancia de un godello que marcó, a su manera, mi percepción de ese vicio que yo llamo comer por beber, y beber por sentir.



Donde el señuelo difícilmente llega, donde los anzuelos se enredan y se dejan llevar por la ambición de las aguas ribereñas que traviesan paisajes leoneses, allí se pesca la impredecible, agresiva y enormemente astuta trucha de la tarta de Boñar.

¨Curiosa tarta, una sofisticación natural y hasta primaria de los famosos Nicanores de Boñar, que en el siglo pasado popularizara don Nicanor Rodríguez en su pueblo natal. Es lógico pensar que al pastelero se le ocurriera ilustrar su dulce con lo que tenía a mano y, en León, sobraban las truchas. La verdad es que juegan un papel testimonial, pues aparecen en pequeña cantidad y confitadas, aportando un dulzor carnoso muy gratificante, si bien poco definido. Sin embargo, se notan, y mucho, los crujientes tropezones de almendra y el sutil aroma de canela, que engrandecen el excelente hojaldre de mantequilla. ¨



Y los nicanores, siendo la base de la repostería artesanal y familiar a medio camino entre León y el Puerto de San Isidro, desprenden ese aroma a mantequilla limpia y fresca, muy ligeramente salada. Esa misma hojaldra, cuyos ingredientes básicos es la mantequilla de vaca, huevos, azúcar, azúcar molido y vino blanco, es la que esconde entre sus capas de textura desmigable, compacta y exquisita, una pasta sabrosísima de almendras y trucha desmigada confitada, que recuerda al mazapán suave, a fruta escarchada.

Esta paradoja gastronómica, resultado de la productividad truchera de esa tierra regada por bravos ríos en cada uno de sus verdes valles, resulta exquisita. Y donde nacen ríos de la vertiente norte también nacen viñas y viñedos, al hojaldre se le añade vino blanco y se amasa en frío, dejándose reposar de un día para otro.



En forma de margarita de seis pétalos, un Nicanor adorna la propia tarta y ese sabor que por inercia ya, o como prueba de amor, te pide que la acompañes con un vino blanco de viñas del norte casi próximas, regadas también por ríos que viajan dejando atrás añadas nuevas, inspirando rutas gastronómicas a contracorriente, entre provincia y provincia, tierras y culturas.

De alguna manera pienso que la cultura del maridaje del vino ignora sutilmente la repostería y sus tesoros, será porque cuando estamos a los postres ya nos cuesta seguir la lógica del paladar que se abruma por el azúcar y su dulzor, nos olvidamos del poder del vino y nos dejamos llevar por la ética del dulce. ¿Es así?

Descubriendo el sabor de la tarta de trucha no se me ocurre otra cosa que abrir una última botella de Pazo Monterrei, siguiendo sin motivo aparente el modelo tan obvio de tomar el pescado con vino blanco. El resultado es armónico; la trucha confitada, menos astuta que nunca, se deshace con delicadeza en boca y el azúcar glas que provoca ese hormigueo tenue en los labios se hace cómplice de la acidez equilibrada del godello.
Sus notas florales se potencian, igual resultan más intensos sus aromas herbáceos y algo verdes. Algún toque salino y amargo de ese vino se complementa perfectamente por ese sabor almendrado de la tarta y la canela, el aroma de manteca hace que el vino se perciba más que agradable, untuoso.

A falta de pruebas y de fidelidad, esa tarta de trucha merece un cuento más sin que la leyenda le quite importancia, amor, gusto o sabor. Maridar un hojaldre contundente con un vino blanco fue un juego más, como con los que todos hemos soñado instantes antes de enamorarnos.






Fuente: Portal del patrimonio gastronómico de la Junta de Castilla y León


jueves, 20 de octubre de 2011

Nice Jobs, great wines


Alineación al centro
El olor es el recuerdo más intenso

Recuerdo, como si fuera ayer, el día que trajo mi hermano un Macintosh a casa, en uno de sus primeros viajes de Boston. Como aquello no desprendía ningún olor -tampoco le podía pegar un mordisco para saborearlo- tan sólo me quedaba mirándolo, observando su forma de trasto rectangular. Me preguntaba por qué una calculadora tenía que ocupar tanto espacio y llamar tanto la atención. Me preocupaba porque mi hermano le dedicaba más tiempo que a mí.

Le recuerdo pues, sentado delante del susodicho durante horas y horas redactando su tesis doctoral, mientras la familia nos veíamos intimidados ante ese intruso que nos robaba momentos con él. Por las noches y después de cenar se retiraba de la mesa y de la recién empezada tertulia, con su copa de vino en la mano. Se sentaba delante de esa pantalla de color que le absorbía durante muchas horas, hasta el amanecer.

Yo tendría unos nueve años, no más, y esas mañanas que mi hermano estaba en casa me despertaba pronto y con unas ganas que rozaban el ansia me dirigía a su habitación a darle un abrazo y pedirle que me contase sus historias, que me llevase al paseo marítimo y jugar con él. Antes de entrar, miraba por la puerta entreabierta, la abría despacio y me lo encontraba dormido en su mesa de estudio con el Macintosh encendido. A su lado la copa de vino, era tinto, casi vacía, el fondo de la copa teñida y esa típica línea de vino que tinta las paredes de la copa, marcaba el último sorbo que le había dado la noche anterior. Durante unos segundos me quedaba mirando la pantalla, intentando descifrar líneas tras línea las horas invertidas de estudio e investigación, en vano; mi hermano redactaba en inglés y yo en aquel entonces acababa de pronunciar correctamente el griego.

Mi mirada pronto se redirigía hacía la copa teñida y vacía, porque me daba fuerte ese olor a vino ya bebido. Ese olor que se asemeja a nuestro aliento tras una noche envinada, tras una cata larga que termina uno resbalándose entre términos descriptivos del color, del aroma y del gusto, que te deja la lengua áspera de tanto probar y pensar, la nariz propensa a identificar únicamente alcoholes.
Con una mano cogía la copa y la acercaba a mi nariz que hablaba menos inglés que yo. Con la otra mano acariciaba suavemente el pelo de mi hermano, asociando ese olor a vino de anoche con esos colores lineales y nítidos de una pantalla de ordenador y con la textura tan suave, tan sedosa, del cabello moreno de mi hermano.
El, después de unos instantes, se empezaba a remover, levantaba su cabeza, me miraba y con una sonrisa tímida frotaba sus ojos. Yo dejaba la copa encima de la mesa y el apagaba el ordenador con gestos sutiles a la vez que se estaba desperezando.

- ¿Qué hora es, Georgia?


Años -muchos años- después, son las doce y media de la noche y me encuentro sentada delante de una pantalla de ordenador con único acompañante y cómplice de memoria, recuerdos y nomenclaturas una copa de vino blanco, ya que todavía hace tanto calor que no me atrevo a teñirme la copa tinta. Tengo aquí un Mac de esos que es menos trasto que el Macintosh de los años noventa pero hace cálculos igual.

No huele a nada, ni sabe a nada y por ahora tampoco le he pegado un mordisco pero tengo tan presente ese olor a vino ya bebido.
Mi hermano sigue en Boston y vive allí siguiendo la tecnología, mientras la tecnología pretende a veces alejarnos y otras traernos más cerca. Me doy cuenta de que el olor es el recuerdo más intenso. Y donde olor digo vino, y donde recuerdo digo todo.
A menudo mantenemos tertulias y charlas telefónicas o nos mandamos un whatsapp con fotografías, compartiendo así momentos desde la lejanía.
Esta noche le he enviado la imagen que encabeza este cuento.

- Ya es de día, ¿me llevas a dar un paseo?
- Apaga ya el ordenador y tómate ese vino.