domingo, 13 de noviembre de 2011

Pan y Guerra




Me arrepiento de las dietas, de los platos sin salsa, de los días sin pan y las noches sin vino; me arrepiento de las cosas más comunes. Desmigando a solas mis momentos culinarios, comer con pan es amor a sí mismo y mojar, no es ningún delito.

Bellum et panis(lat.), Mars e pane, guerra y pan; etimológicamente justifica el bocado que se conoce como marzipan o en Al Ándalus, mazapán. […]m. Pedazo de miga de pan con que los obispos se enjugaban los dedos untados del óleo que habían usado al administrar el bautismo a los príncipes. La guerra del pueblo para reivindicar su derecho a la propiedad, la tierra, los terruños. Las cosechas, el trigo, el pan. Pan y panes, de maíz, de sémola, de cebada, de almendras, de nueces, harinas, trigos, de centeno.



Ni toco el tenedor; abro los labios y adivino el sabor del pan, de mi propia saliva. Se me escapa un gemido siempre, siempre cuando como pan. Cierro los ojos y mastico el alimento que más lejos está de los caprichos gastronómicos. Siempre el pan se come con las manos, porque su tacto alimenta y satisface tanto como su sabor, porque entre los dedos se siente la miga y su consistencia, esponjosa y a veces ligeramente húmeda. Quién puede rechazar esa ternura que respira un pan recién hecho, caliente. La referencia tan común, pero sublime y cálida, de la rebanada recién cortada que se empapa con mantequilla fresca, con aceite de oliva que impregna su fondo, con tomate rastreado (¨sí, rastreado, no a rodajas, insensatos¨).

Y es tan evidente todo lo que uno puede pensar del pan, que luego nunca se dice nada. Nos quedamos mudos y estupefactos, salivando, ansiosos para percibir ese sabor repetitivo que en vez de cansar se convierte en una costumbre innata. Poner la mesa significa cortar el pan, servirlo en una cesta, repartirlo entre los comensales. Compartir pan y vino es una rutina casi religiosa y, acuérdate que el pan del día anterior nunca se convierte en sobras en la nevera, sino se echa al salmorejo, se hace ¨migas del pastor¨, se le echa leche o vino y se le hace llamar torrijas.

Mojar o cómo familiarizarse con el vino. Recuerdo que mi padre me ofrecía pequeños trozos de pan que los mojaba ligeramente, justo por el ribete de su copa, en vino tinto. Migas envinadas me divertían y como cerezas muy maduras y dulzonas explotaban dentro de mi boca e inducían mi imaginación a un viaje que entonces comenzaba. Mientras mi padre contaba historias y a carcajadas levantaba su copa para brindar yo me embriagaba de felicidad, saciaba deseos, sed y hambre. Al levantarnos de la mesa, en esa misma copa ya casi vacía unas migajas todavía estaban en suspensión, flotaban hasta convertirse en posos del vino que habían absorbido.

Y las tardes cálidas del verano que olían a café, mi abuela se rejuntaba por las tardes con las vecinas en el patio de los geranios, que se enteraban de todos los cotilleos de esas mujeronas, aguantando los secretos de todo un barrio y a la vez el peso de sus flores blancas y rojizas. Y la vecina que más callada estaba recuerdo que me preparaba casi a escondidas un trozo de pan, quitando con las manos su corteza, y me lo mojaba dentro de su taza de café bombón, y mi pan entonces sabía a café tostado y azúcar, caramelo amargo.

Mi madre siempre cuando estaba triste, atormentada por dentro, cogía un trozo de pan. Lo desmigaba y formaba pequeñas bolitas aplastando esa miga entre el índice y su pulgar y se las llevaba lentamente a la boca mientras me susurraba ¨el pan endulza mi tristeza, calma mi estómago, entretiene mi mente y mis sentidos¨, y yo veía cómo sus lágrimas poco a poco se secaban, su tristeza se absorbía por el pan, bocado a bocado la tormenta se alejaba.

Mis domingos todavía huelen a incienso y pan, pan bendito. Tras la misa y si nos portábamos bien, el pan se mojaba con vino abocado, semidulce, el de la liturgia que acababa de terminar, pan con vinsanto, bendito pan y santo vino. Y por las tardes la merienda, una rebanada grande y alargada untada con mantequilla y azúcar.



El pan la panacea, las historias que no se cuentan pero se saben y es un secreto en común, el pretexto para experimentar y el modo de degustar esos sentimientos que a lo largo de nuestra vida se repetirán más de una vez, inmortalizando el sabor del pan.
Y los que de conciencia no comen pan tienen emociones reprimidas, amores y deseos incumplidos. El pan con queso sabe a beso y el pan se moja en las salsas líquidas y otros fluidos esenciales, un solo mordisco puede ser una satisfacción pasajera.

El pan es erótico y gentil, su textura provoca, extraña, tranquiliza y excita. Me lavo las manos y me remango. Mientras amaso siento esa desnudez, entre mis dedos la harina y el agua se hacen y se deshacen, se unen y se convierten en un cuerpo sólido, para que luego se amen horneándose, haciéndose hogaza.

El que insiste en hacer su propio pan, probablemente ama el vino y también escribe versos.

Y la fina baguette francesa es tan crujiente por fuera y blandita y esponjosa por dentro. La piña, la pistola, la rosca, la trenza y los molletes, los bollos y los panecillos. Para hacer pan y hacer el amor lo que importa es la intuición y la intención que guía la mano. Luego se consigue ese único sabor, repetitivo, luego los versos fluyen ricos y dóciles.



Duermo profundamente pero todas mis noches se marcan por un olor tan penetrante, cuando de madrugada un hilo fino perfumado de levadura entra en mi habitación, cuando la panadería que tengo al lado empieza desde prontas horas de la mañana a elaborar pan. Y es como si no pudiese negar las caricias de un amante tímido, que no sabe si debe robarme un beso más, mientras estoy durmiendo. No me despierto pero a veces soy consciente del olor, el día siguiente recuerdo de todo lo soñado mientras desayuno pan con aceite y tomate rastreado, y sonrío masticando.

¿A qué sabe el pan? El pan sabe a todo lo vivido, lo mojado, lo amado.

Por el pan, por la guerra y la paz interior. Me entretengo desmigando momentos y bebo vino cuyos posos son migajas de recuerdos.



Referencias: Allende, Isabel. Afrodita (Cuentos, Recetas y Otros Afrodisiacos) : Pan, Gracia de Dios

domingo, 23 de octubre de 2011

Como la trucha al trucho




Cuando los cuentos se sustituyen por leyendas.
Cuando el amor da lugar a frases hechas
que uno articula por inercia.
Cuando el vino es un último sorbo de un godello, de la añada 2010.
Cuando uno toma ¿trucha? de postre. Entonces sí, yo también te quiero.


[...]Hay una vieja leyenda que cuenta que después de aparearse las truchas, la hembra se come al macho como prueba de fidelidad.
El dicho “te quiero mucho, como la trucha al trucho” nace de esta especie y su peculiar manera de demostrar el amor, aunque sea sólo un gracioso juego de palabras.

A falta de fidelidad, pruebas, leyendas propias, palabras y juegos con los que todos hemos soñado instantes antes de enamorarnos, recurro a un regalo dulce que recibí -de una persona igual de dulce y a la vez muy salada- estando todavía en un lugar donde no pude encajar.

Sin embargo, tras un par de meses de una inconstancia tremenda –y momentos antes de empezar una nueva vida- repaso los pocos pero grandes momentos de ese desencaje, y apelo a esos sabores que me hicieron seguidora fiel de esa extraña dulzura, bien dosificada, dulzura que no empalaga, que no se olvida.
Siguiendo ese hilo de memoria gustativa me es casi imprescindible mencionar el correspondiente vino de la d.o. Monterrei y la importancia de un godello que marcó, a su manera, mi percepción de ese vicio que yo llamo comer por beber, y beber por sentir.



Donde el señuelo difícilmente llega, donde los anzuelos se enredan y se dejan llevar por la ambición de las aguas ribereñas que traviesan paisajes leoneses, allí se pesca la impredecible, agresiva y enormemente astuta trucha de la tarta de Boñar.

¨Curiosa tarta, una sofisticación natural y hasta primaria de los famosos Nicanores de Boñar, que en el siglo pasado popularizara don Nicanor Rodríguez en su pueblo natal. Es lógico pensar que al pastelero se le ocurriera ilustrar su dulce con lo que tenía a mano y, en León, sobraban las truchas. La verdad es que juegan un papel testimonial, pues aparecen en pequeña cantidad y confitadas, aportando un dulzor carnoso muy gratificante, si bien poco definido. Sin embargo, se notan, y mucho, los crujientes tropezones de almendra y el sutil aroma de canela, que engrandecen el excelente hojaldre de mantequilla. ¨



Y los nicanores, siendo la base de la repostería artesanal y familiar a medio camino entre León y el Puerto de San Isidro, desprenden ese aroma a mantequilla limpia y fresca, muy ligeramente salada. Esa misma hojaldra, cuyos ingredientes básicos es la mantequilla de vaca, huevos, azúcar, azúcar molido y vino blanco, es la que esconde entre sus capas de textura desmigable, compacta y exquisita, una pasta sabrosísima de almendras y trucha desmigada confitada, que recuerda al mazapán suave, a fruta escarchada.

Esta paradoja gastronómica, resultado de la productividad truchera de esa tierra regada por bravos ríos en cada uno de sus verdes valles, resulta exquisita. Y donde nacen ríos de la vertiente norte también nacen viñas y viñedos, al hojaldre se le añade vino blanco y se amasa en frío, dejándose reposar de un día para otro.



En forma de margarita de seis pétalos, un Nicanor adorna la propia tarta y ese sabor que por inercia ya, o como prueba de amor, te pide que la acompañes con un vino blanco de viñas del norte casi próximas, regadas también por ríos que viajan dejando atrás añadas nuevas, inspirando rutas gastronómicas a contracorriente, entre provincia y provincia, tierras y culturas.

De alguna manera pienso que la cultura del maridaje del vino ignora sutilmente la repostería y sus tesoros, será porque cuando estamos a los postres ya nos cuesta seguir la lógica del paladar que se abruma por el azúcar y su dulzor, nos olvidamos del poder del vino y nos dejamos llevar por la ética del dulce. ¿Es así?

Descubriendo el sabor de la tarta de trucha no se me ocurre otra cosa que abrir una última botella de Pazo Monterrei, siguiendo sin motivo aparente el modelo tan obvio de tomar el pescado con vino blanco. El resultado es armónico; la trucha confitada, menos astuta que nunca, se deshace con delicadeza en boca y el azúcar glas que provoca ese hormigueo tenue en los labios se hace cómplice de la acidez equilibrada del godello.
Sus notas florales se potencian, igual resultan más intensos sus aromas herbáceos y algo verdes. Algún toque salino y amargo de ese vino se complementa perfectamente por ese sabor almendrado de la tarta y la canela, el aroma de manteca hace que el vino se perciba más que agradable, untuoso.

A falta de pruebas y de fidelidad, esa tarta de trucha merece un cuento más sin que la leyenda le quite importancia, amor, gusto o sabor. Maridar un hojaldre contundente con un vino blanco fue un juego más, como con los que todos hemos soñado instantes antes de enamorarnos.






Fuente: Portal del patrimonio gastronómico de la Junta de Castilla y León


jueves, 20 de octubre de 2011

Nice Jobs, great wines


Alineación al centro
El olor es el recuerdo más intenso

Recuerdo, como si fuera ayer, el día que trajo mi hermano un Macintosh a casa, en uno de sus primeros viajes de Boston. Como aquello no desprendía ningún olor -tampoco le podía pegar un mordisco para saborearlo- tan sólo me quedaba mirándolo, observando su forma de trasto rectangular. Me preguntaba por qué una calculadora tenía que ocupar tanto espacio y llamar tanto la atención. Me preocupaba porque mi hermano le dedicaba más tiempo que a mí.

Le recuerdo pues, sentado delante del susodicho durante horas y horas redactando su tesis doctoral, mientras la familia nos veíamos intimidados ante ese intruso que nos robaba momentos con él. Por las noches y después de cenar se retiraba de la mesa y de la recién empezada tertulia, con su copa de vino en la mano. Se sentaba delante de esa pantalla de color que le absorbía durante muchas horas, hasta el amanecer.

Yo tendría unos nueve años, no más, y esas mañanas que mi hermano estaba en casa me despertaba pronto y con unas ganas que rozaban el ansia me dirigía a su habitación a darle un abrazo y pedirle que me contase sus historias, que me llevase al paseo marítimo y jugar con él. Antes de entrar, miraba por la puerta entreabierta, la abría despacio y me lo encontraba dormido en su mesa de estudio con el Macintosh encendido. A su lado la copa de vino, era tinto, casi vacía, el fondo de la copa teñida y esa típica línea de vino que tinta las paredes de la copa, marcaba el último sorbo que le había dado la noche anterior. Durante unos segundos me quedaba mirando la pantalla, intentando descifrar líneas tras línea las horas invertidas de estudio e investigación, en vano; mi hermano redactaba en inglés y yo en aquel entonces acababa de pronunciar correctamente el griego.

Mi mirada pronto se redirigía hacía la copa teñida y vacía, porque me daba fuerte ese olor a vino ya bebido. Ese olor que se asemeja a nuestro aliento tras una noche envinada, tras una cata larga que termina uno resbalándose entre términos descriptivos del color, del aroma y del gusto, que te deja la lengua áspera de tanto probar y pensar, la nariz propensa a identificar únicamente alcoholes.
Con una mano cogía la copa y la acercaba a mi nariz que hablaba menos inglés que yo. Con la otra mano acariciaba suavemente el pelo de mi hermano, asociando ese olor a vino de anoche con esos colores lineales y nítidos de una pantalla de ordenador y con la textura tan suave, tan sedosa, del cabello moreno de mi hermano.
El, después de unos instantes, se empezaba a remover, levantaba su cabeza, me miraba y con una sonrisa tímida frotaba sus ojos. Yo dejaba la copa encima de la mesa y el apagaba el ordenador con gestos sutiles a la vez que se estaba desperezando.

- ¿Qué hora es, Georgia?


Años -muchos años- después, son las doce y media de la noche y me encuentro sentada delante de una pantalla de ordenador con único acompañante y cómplice de memoria, recuerdos y nomenclaturas una copa de vino blanco, ya que todavía hace tanto calor que no me atrevo a teñirme la copa tinta. Tengo aquí un Mac de esos que es menos trasto que el Macintosh de los años noventa pero hace cálculos igual.

No huele a nada, ni sabe a nada y por ahora tampoco le he pegado un mordisco pero tengo tan presente ese olor a vino ya bebido.
Mi hermano sigue en Boston y vive allí siguiendo la tecnología, mientras la tecnología pretende a veces alejarnos y otras traernos más cerca. Me doy cuenta de que el olor es el recuerdo más intenso. Y donde olor digo vino, y donde recuerdo digo todo.
A menudo mantenemos tertulias y charlas telefónicas o nos mandamos un whatsapp con fotografías, compartiendo así momentos desde la lejanía.
Esta noche le he enviado la imagen que encabeza este cuento.

- Ya es de día, ¿me llevas a dar un paseo?
- Apaga ya el ordenador y tómate ese vino.



martes, 2 de agosto de 2011

Martos




Donde hubo ira hoy hay olivos y donde hubo amor, hay olvido.


Antes de irme vuelvo para contarte un cuento al que no le faltan los aromas, el amor y demás motivos gustativos. El vino sí, también está presente de una manera tan discreta como necesaria. Hablemos hoy de otro fruto y de otro mar, mar de olivos que rodea una tierra que acoge parte de mi familia, parte de mi gente que vive allí exprimiendo la vida, los momentos.
Decido volver puntualmente, guiada por el olor a aceituna, a orujo de oliva machacada y prensada.

Viajo en tren, pegada a una ventanilla que me permite apoyar parte de mi cara en el cristal, mirar y luego ver un paisaje que va cambiando conforme dejo atrás el norte y penetro el sur. El cielo gris pesado del verano de una ciudad se convierte en azul clarito y la tierra afamada por sus madroños que nunca vi ahora es la Mancha de las vides; tanto tempranillo cuyas cepas ya cargadas forman líneas discontinuas, filas hechas de parras que hacen que mi ventana parezca un mantel de rayas verdes, de los que adornan las mesas y comidas del verano.

Los madroños que no son, que luego son las vides. El trayecto que cruza las llanuras sigue así, monótono y apasionante, hasta que las vides se convierten en olivos, y es que llego al sur donde el sol flirtea con mi ilusión de quedarme allí. Y como los niños de los cuentos recogen guijarros blancos para dejarse un rastro que les indique el camino de regreso, yo misma pierdo la orientación y con la misma ilusión enseguida me sitúo. Mis guijarros son las vides que he dejado atrás y a la vuelta deseo encontrarlas ya vendimiadas.

Amargo que empalaga, ácido y agrio que roza el picante, verde húmedo que indaga las causas de una belleza que se convierte en olor, concentración de aromas que casi se pueden masticar. Huelo y mi saliva se espesa, así huele Martos, así sabe el aire que se aspira al entrar en la provincia de Jaén. Defino el olor como una señal de carretera que sugiere la velocidad y marca la distancia en todo caso recorrida. El olor como imagen que marca el territorio como un cartel de bienvenida a una ciudad. Huelo y mi mente arranca sin miedo a pensar en el después. Mi capacidad mental se hace más veloz, las palabras se quedan mudas y la memoria, tan ágil, sabe el cómo y el porqué volver, se establecen los límites emocionales, para luego sobrepasarlos con la conciencia tranquila. Martos huele a oliva.


Mercadillo de sentimientos, de aceitunas y de sabor dulce, graso que se extienden a los pies de la Peña, la avenida de los Aceituneros atraviesa ese pueblo cuyas calles se denominan por ese propio olor. Dentro de una sencillez que abruma, hago noche en Martos y desde el balcón admiro momento tras momento las casas blancas que al anochecer cambian de forma y de color, el sol cansado de tanto achicharrar les concede una luz más que andaluza, mágica.

La olivarera de la Virgen de la Villa duerme por la noche bajo la misma bendición; culto a la tierra, la de sus olivos centenarios y anclados, de picual marteña. Y en ese paraje de paz y de árboles benditos cada imagen me desvela un secreto más, según sople el viento voy catando el olor de la oliva y matizo más; por la mañana a verde ácido, a sudor de la tierra recién regada y por la noche a higuera y a hoja verde.


Y me cuentan cuentos sabrosos y el porqué los marteños son asín, me hablaron de la convivencia entre payos y gitanos y el cómo aquello terminó, de la gente que somos como árboles y hasta que no nos quemen las raíces no caemos.

De la cultura no gastronómica sino la de comer, de alimentarse. Así que los callejones de Martos acogen locales que pueden presumir del mejor salmorejo, ese que deja un regusto afrutado, se mastica igual que el aire denso que se respira en la provincia de Jaén, deja atrás una amargura dulce, almendrada. Los caracoles en su caldillo; cáscara de naranja, hierbabuena y guindilla. Los flamenquines fritos en abundante aceite, de oliva. Las patatas a lo pobre, jugosas y obedientes a cada paladar, a los pies de la Peña.





No recuerdo haber cogido ningún tren de vuelta, no recuerdo haber añorado el cielo gris en un día soleado y los madroños que no son. Tengo la imagen de vides en filas clavada, un constante aroma a aceituna verde que luego madura empalaga mi memoria, pone en cuestión la agilidad de mi capacidad mental.

“Nene, trae los fardos del ‘lanrover’”

Porque, claro, los nenes en Martos no juegan con guijarros blancos, sino con unos más pequeños, verdes y jugosos que no se desperdician para marcar el camino de regreso porque ya están allí, anclados, como los olivos.



Fardo: Lienzo. Pedazo de tela de aspillera de grandes dimensiones que sirve para la recogida de la aceituna.
Fuente: http://www.martosaldia.es/servicios/diccionario-marteno/

martes, 5 de julio de 2011

Polbo




Cariño, ¿Aceptamos pulpo como animal de compañía?

Sospechaba yo que los platos exquisitos son tan sencillos de elaborar. Como suele pasar, nos solemos adaptar tanto al sabor como a las paradojas lingüísticas; el idioma es algo propio y la entonación una gracia que a veces resulta deliciosa. Dentro de la cultura popular encontramos recetas exquisitas, sazonadas con tradición y pimentón dulce o picante, según el gusto. Dentro de un recetario local topamos con la esencia de una tierra y de todo un mar, las rías baixas y sus dulces augas, donde se columpian flotas artesanales, las gallegas.

Tan gracioso como la propia entonación me resulta el proceso de asustar el pulpo, aunque sólo se trate de escaldarlo para que su carne fibrosa se ablande y al mismo tiempo su piel se quede entera.
El pulpo lo acompañamos con patatas y un champagne Pierre Moncuit Brut Rosé. Cuando las patatas empiezan a hervir, bautizamos el pulpo tres veces. Verás como sus ocho brazos encogen y va cambiando ligeramente su color, de beige grisáceo a teja pálido y sus ventosas más rositas.

Durante este proceso de asustar, descorchamos la botella del champagne, con cuidado y que haga un ruido mínimo, para que el pulpo no se nos estremezca más, así lo llevamos a ebullición añadiendo también una hoja de laurel y, según el gusto, una cebollita.

Y si la cebollita gusta, bien. Y si no, me sirvo una copa del champagne rosé y veo cómo ese rosado en realidad se asemeja al color de la piel de cebolla. Hago tiempo mientras el pulpo va soltando todo su sabor. Me recreo contando las burbujas del rosario de ese espumoso tan evidente de Pinot Noir, rezando para que este verano siga igual de frívolo, con sabor a fruta.



Si yo tuviera ocho patas me sería tan fácil desaparecer, si tuviera ocho brazos me agarraría de ti, para que nadie me asuste. Sin embargo, el vino y su burbuja consiguen calmar mi ansia, mi hambre y mi evidente deje a la hora de opinar sobre esta receta tan rica y sencilla. Todavía no voy a huir, asistiré al proceso de emplatar el pulpo. Acostarle sobre el lecho de patatas que tampoco muestran alguna piedad, pero ellas sí que están empapadas con sabor a mar, a laurel y a cebolla que a veces parece que nos gusta.


Escurrimos y cortamos el pulpo, lo esparcimos sobre las patatas y añadimos sal, pimentón y aceite de oliva. Llegamos a la mesa y, sinceramente, me apetece tanto seguir con el mismo frívolo, efervescente Pinot Noir. Recemos, cariño, para que el pulpo sepa bien, que sepa a dulce mar.



Polbo contra pulpo, platos que son sencillos de elaborar. Sabores, vino y acentos que nos hacen compañía.



domingo, 3 de julio de 2011

Condado de Sequeiras, vendimia seleccionada 2006



Dudo mucho. Del mes de junio que, nada más entrar, pasó. De los viajes que no he hecho y de los que hice y, nada más hacerlos, tuve que volver. Dudo mucho de los vinos y los cuentos. Los que nada más catarlos, caigo. Los que nada más leerlos, me entra sed.

El citado vino se me regaló hace un tiempo, días que pasaron rápido y otros que tardaron más en transcurrir. El CS 2006 me llegó de la mano de amigos que vi sólo por una vez y luego me acordé tanto de ellos que dudé, dudé si sabía decir qué significa sólo una vez, y lo que esa vez supuso.
Siempre repito y repetiré que esto no es ningún intercambio o trapicheo insensato de botellas de vino, sino un simple trasiego, transvase de historias que nos suelen marcar, decantación de vinos que provocan más de una tentación; querer volver con ese vino porque te entra sed, querer saber el porqué te ha podido.

La gente, no la bebedora sino la que bebe vino, solemos crear nuestro propio rincón de cata que a veces es una zona escondida e íntima. Sin embargo, se trata de un lugar común y muy concurrido por los vinobebedores que deambulamos por la vida buscando ese trago para rematar una cena más, invirtiendo nuestras palabras coherentes en una copa. Palabras que parten del color y terminan describiendo y pronunciando lágrimas, esas últimas gotas que quedan atrás para contarnos historias y apaciguarnos la sed.

Paladear es un modo de andar, es dar pasos hacia el sabor final. Es un camino llano pero imprevisto, sorprendente, adornado por paisajes y accidentes naturales que desembocan a lo que se denomina postgusto, entendimiento del destino final que coincide con la botella del vino vacía.
Es cuestión de sincronizar los tres o cuatro sentidos que nos guían con el ritmo que cada vino marca desde el momento que se descorcha y empieza a respirar. Y mientras el vino respira, nosotros vamos inhalando su aliento, filtramos recuerdos, archivamos términos que describen sobre todo sentimientos. Tendemos a adjudicar al vino características humanas, así intimamos con él, así lo hacemos propio, así nos atrevemos a relacionarlo con momentos, así la memoria olfativa adquiere un valor mágico.

En fin, beber vino es un proceso psicotécnico también y dudo que seamos conscientes cuando aquello ocurre. Hoy tengo muchas ganas de hacer un viaje más en el tiempo que para mí se define por los vinos que voy probando, y contar mi experiencia con el Condado de Sequeiras del 2006.

¨Más de doce meses de envejecimiento en barrica, más de doce puntos de color, más de doce segundos de persistencia en boca…
Estos son algunos de los más de doce motivos para degustar este vino fruto de una esmerada selección de la mejor uva Mencía de las cepas centenarias de nuestras viñas sitas en una zona privilegiada de microclima de la Ribeira Sacra.

Por su elaboración natural puede depositar en el fondo sendimentos.¨


Así empieza la historia, leyendo la contraetiqueta del vino que acompañé con un plato muy especial, hojas de parra rellenas de carne picada y arroz. Un manjar muy tradicional de mi país, una delicia que dentro de esas hojas encierra la tradición jugosa y melosa de una tierra vinícola. Esta vez mi intención no fue ensamblar culturas semejantes pero sí, quise acompañar el Mencía CS con un plato cuya materia prima proviene de la vid. La viña alimenta, y si al término vid le falta la letra a para que se convierta en vid-a, mi intención es acercarte a ese maridaje tan afortunado y a una perfecta armonía.


El vino posea una memoria selectiva por excelencia, así que pienso que toda la descripción de mi experiencia con él está íntimamente ligada con su procedencia, el terruño y la ubicación, la barrica y todos esos factores que influyen su elaboración, desde los nuevos brotes y la vendimia, hasta su crianza y envejecimiento.

La vendimia del 2006 se presentó con una semana de adelanto en la Ribeira Sacra, con respecto al 2005. Encuentro la noticia publicada en la Voz de Galícia del 23 de agosto de 2006, donde se confirma que el consejo regulador autorizó ese año […]un adelanto en la vendimia, con respecto a la fecha de inicio para el conjunto de la denominación, en aquellas parcelas donde la temprana maduración de la uva lo aconseje. Pese a lo adelantado de la cosecha, desde la denominación de origen apelan a la prudencia a la hora de hablar de fechas de inicio. “A data que se poña é para todas as viñas, para as que estean e para es que aínda teñan que esperar, polo que non convén precipitarse.” […]

Muy emblemática de la Ribeira Sacra, la uva mencía da lugar a vinos llenos de matices y con una buena capacidad de envejecimiento y es lo que el CS precisamente demuestra.

Mi amigo Oscar me aconsejó decantarlo antes de servirlo, y así hice. También hay que mencionar que la botella del CS es un híbrido entre la botella borgoñona y la de Chianti, un cruzado entre esas dos tipologías de botella de vidrio que, efectivamente adelanta lo especial que puede ser ese vino.



Goloso y largo, después del tiempo necesario de decantación, el CS me resultó un vino muy sensible y con unos contrastes de aromas y sabor que todavía recuerdo. La primera impresión fueron los aromas tímidos y delicados a flores, como pueden ser las lilas u otras semejantes, de color purpúrea, como las violetas. Tras un tiempo en la copa se fueron acercando a aromas más consistentes, leves y tostados, un toque a ¨cueva¨, o a un lugar donde predomina la sombra. Un toque, nada más, de foie, quizás porque lo tenemos ligado a la confitura de fruta roja. En ese momento los aromas florales retroceden, vuelven a aparecer para concluir así los contrastes de un buen Mencía.

Sus taninos muy elegantes y sabrosos dejan sitio al rasgo inconfundible de salinidad, un compromiso me imagino que tiene la mencía con el clima atlántico y continental que propicia la orografía y del suelo primordialmente mineral. El plato que acompañó ese vino tan elocuente, las hojas de parra rellenas de carne y arroz, fue tan correcto ya que la textura y sabor herbáceo de las hojas de la vid armonizaban perfectamente con el ligero sabor a carne roja y el almidón del arroz cocido en su punto, y esa frescura comedida, floral y mineral, del SC.


La última copa de ese mencía la tome con la fruta que venía después. Maridando ya colores ricos y tan complementarios, cerezas y fresones con ese picota tan profundo y brillante del mencía.


La gente que bebemos vino dudamos mucho de nuestra orientación tanto sentimental como gastronómica. Es ese paladeo que nos lleva a hacer viajes inolvidables, conociéndonos a nosotros mismos, guiados por el aliento de cada vino. Vinos que nos acompañan en ese camino llano pero con precipicios que se forman según el color, el olor, el sabor y todas esas palabras que invertimos, cada uno desde su lugar íntimo, a la hora de dejar constancia de este proceso psicotécnico. A veces los cuentos cortos esconden historias largas y los vinos, de los que siempre dudamos, nos hablan de esa sola vez, y de lo que esa vez supuso.




jueves, 23 de junio de 2011

Palabras que me gustan, vinos que deseo




Esta noche de San Juan me permito estar lejos de la costa pero muy cerca de esa magia que como humo se desprende, cuando el deseo ya está escrito pero no acabará en una hoguera quemándose, cumpliéndose tampoco.

Fiel a la tradición, las costumbres que acompañan cada alma que se deja sentir e influenciar por la marea, hoy tan sólo quiero hablar de mujeres que lavan su cara con agua del mar para estar más hermosas el año venidero.

El litoral se embellece y, en un contexto de paganismo y embriaguez, deseos de alta expresión acompañarán la noche más corta de todo el año.
Y esta noche yo no me lavaré la cara en una orilla agachada, tampoco me mojaré los pies en el agua del mar, pero sí los labios con vino. Y será un rito que ejercerá en mí la misma quizás función, la utilidad de una noche alegórica sin símbolos, y bajo una luna enloquecida que lleva las olas tan lejos de mí, engañando a la marea.

Mi deseo no es una frase integra, tampoco es un propósito común. Son palabras sueltas que me gusta oír, vocalizar, sentir, leer, estrujar y después prensar; hacer esas palabras fermentar, asentarse dentro de mí y con ellas llenar mi copa de vino, que está siempre medio vacía.

En la costa de la que vengo yo en la víspera de San Juan se hacen moragas y se toma vino cosechero, el de la añada, el vino que acaba de nacer, el vino que promete hacerse rico y mayor. El vino que, al tomarlo, te mete en un eterno compromiso. En la noche de San Juan el vino joven se toma para alegrar y después apagar con él las leñas que siguen ahí, discretas y fieles a los deseos que en sus llamas acogieron.
De madrugada ya, día 24 de San Juan y tras recoger los restos de la verbena, las leñas se deben apagar, vertiendo encima de ellas vino joven. Luego, el agua del mar, en un movimiento periódico y alternativo, pasará por cada orilla a arrasar cada impureza que se haya dejado atrás, restos de la hoguera y de la embriaguez, restos de los deseos y palabras que hemos susurrado.

Lejos de cualquier costumbrismo o nostalgia que esta noche puede suponer, la vinculación de esos ritos ligados al vino, al fuego y al mar con el deseo propio de cada persona que cree sin dudar y duda porque cree, resulta mágica aunque poco engañosa.

Desear no es ninguna debilidad. Saber amar, beber, hablar del vino; son palabras que si se juntan no formarán una frase íntegra pero sí las que murmullo cada noche, víspera de San Juan.

Me haré sentir -es una promesa y deseo- cada vez que me moje los labios con vino joven, con vino que promete hacerse rico y mayor. Vino que te comprometerá, tanto a ti como a la marea que siempre a la orilla volverá, para embellecer las palabras que me gustan y traerme los vinos que deseo.

miércoles, 15 de junio de 2011

Parole di Barolo




Hoy venía a casa a comer Piero. Piero formaba parte del grupo exquisito de amistades de mi abuelo paterno, cuando todavía vivían en la isla en la época de la post guerra italogriega, durante los años 1940-41, seis años antes de la incorporación y entregamiento de las doce islas del Dodecaneso a Grecia.


Piero, italiano nativo de la Morra de Piamonte, terminada la guerra, decidió quedarse en la isla por el amor de una mujer llamada Anika, con la que nunca se casó ya que sus padres ortodoxos consideraban gran blasfemia y maldición que aquel amor terminase sellándose con bendiciones nupciales. Italiano y católico, Piero nunca abandonó a Anika y vivió en la isla como xenos, siendo ajeno a la tolerancia social y política de aquellos tiempos. Anika murió el 1948 durante el parto de su primera hija, la que iban a llamar Semeli, nombre ni ortodoxo ni católico, ni siquiera cristiano, sino perteneciente a la mitología griega.

Y como cada mitología ampara leyendas paganas, religiones intrusas, dioses y relaciones que la sociedad con indignación rechaza, tanto mi abuelo como los demás laicos y veteranos de su círculo de aquellos años políticamente perturbados y nublados, acogieron a Piero que se sentía como patriota entre compatriotas.
Cada vez menos apátrida, encontraba su lugar entre las tertulias que se celebraban en territorio griego, bajo el sol del mediterráneo que se encargaba de los amaneceres que se dejaban ver por el mar Egeo.

Piero, unos años tras la muerte de Anika, se fue a vivir a Atenas. Estuvo trabajando durante años de camarero en varias tabernas del barrio de Plaka y finalmente se jubiló siendo el maître más longevo del restaurante del prestigioso hotel ateniense, Grand Bretagne.

El día que mi abuelo murió Piero volvió a la isla, pero no pasó ni un día por mi casa. Sin embargo, todas las tardes de su breve estancia en la isla le veían en la cafetería que está pegada al muelle interior del puerto de Pothia.
Allí se solía encontrar con mi abuelo y demás compañeros para conversar de política, de pesca y del nuevo socialismo, mojando sus palabras fuera de tono con vino tinto, de ese itálico que ningún griego de la isla quería beber y, menos, pagar 2 liretas por tomarlo; “greco e italiano una facha, una racha”.

Cierto era que los vinos italianos que se importaban a Grecia hasta los años ’70 se consideraban aparte de foráneos, provenientes de mostos desconocidos, excesivamente dulzones y un tanto agresivos, muy tánicos, con olor a uva poco apetecible. Y esa amistad que no hacia caso a un pasado polémico crecía cada vez más, copa tras copa, tertulia tras tertulia.
Piero y mi abuelo terminaban la noche andando hacia sus casas cantando una cantada italiana, homenaje a la guerra, los amores y al vino mal de su juventud común.

Los años transcurrían y mientras Piero servía platos de la nouvelle cuisine grecque a los personajes más ilustres de la ciudad de Atenas de la década de los ´70 y ´80, la modernidad fue tocando los lagares piamonteses; los vinos de Nebbiolo que se producían en las limítrofes tierras de Barolo y Barbaresco obtenían más elegancia y las opiniones dispares se dividían entre las dos escuelas de progresistas y tradicionalistas.

Complicada como la Nebbiolo fue la vida de Piero, etimológicamente emparentada con el término italiano nebbia (niebla), la que se cosecha tardíamente, envuelta en las nieblas otoñales.

Soldado por necesidad, inmigrante por amor, maître por vocación y griego por empatía Piero hoy venía a vernos; comer y pasar la tarde con nosotros.

Mayor, muy mayor de edad, Piero entra en mi casa puntual y a la hora de comer, con pasos lentos pero sin arrastrar los pies ni sus zapatos mocasines, color burdeos. Aparece ahí, delante de nosotros y el pasillo, desde el vestíbulo hasta el comedor, se convierte en un recorrido en tecnicolor, filmación y repaso de todas las fotografías suyas que había visto hasta hoy, de todo lo oído, lo hablado y lo imaginado sobre Piero.

Nos dirigimos hacia la mesa, le sigo los andares pausados curioseando su figura; Me lo imagino ignorando la Italia fascista, dejando su posición de guerrillero, descorchando botellas de caldos finos franceses delante de su majestad el Rey Pablo I, hermano y sucesor de Jorge II. Buscando asilo entre las pletóricas cenas que se celebraban en el comedor del Grand Bretagne, compensando la pérdida de una hija que nunca nació con propinas generosas, consolando entre vinos y crèmes brûlées su amor por Anika.

Antes de sentarnos y con un gesto tan elegante quita de su solapa la gardenia blanca que adorna su pecho y, extendiendo su mano, se la entrega a mi madre. Después quita su sombrero de terciopelo carmesí, me mira y sus ojos grises observan mi cara sonriendo y, como si buscase algo, se inclina hacia mí, para colocar su sombrero en mi cabeza. Me queda grande, levanto ligeramente su ala ancha y plana, le miro y me dice con acento ni italiano ni griego, sino con la entonación de un anciano que durante su vida amó, luchó y bebió mucho.

¨ Tienes los labios de tu abuelo, y su cervello también ¨

Trae una gardenia, un sombrero y una botella de vino de Barolo, la deja con la misma elegancia encima de la mesa.



Vida rodeada de neblina la de Piero y ahora que estoy sentada a su lado intento husmear su presencia, todo lo que se pueda rastrear, cualquier matiz, con ese perfume de fondo de gardenia despistándome. Aroma fresco y dulce de flor blanca que añubla cualquier suposición, todo lo que sus ojos vieron.

Servimos el Barolo mientras estoy observando lo bien envejecido que está Piero, a pesar de su edad. Buena será esa vejez, buenos serán esos años que no simplemente pasan sino se viven con bondad. Y entonces Piero se levanta. Estira su cuerpo encogido y brinda con nosotros, vocalizando con voz floja y sin acento italiano

-Por la isla
-Por la libertad
-Por los amaneceres
-Por Anika

-Por su Majestad, el vino

-Por esos escalopines que sugería a los clientes extranjeros que llegaban hasta Atenas y no se atrevían de saborear otra cosa que no fuera carne sangrienta.

Años sangrientos los que Piero vivió con tanta bondad y esas palabras salen de su boca con tanto gusto, balance y armonía que me quedo maravillada, con el sombrero puesto.
Empezamos a comer. Con menos fuerzas empieza a murmurar palabras que acompañan cada trago suyo lento, pausado, casi exhausto.


¨Menos agresiva ya la Nebbiolo de mi Italia. La juventud que disfruta vinos de cepas que crecen en territorios regados con sangre. El tiempo que pasa y vino que se tiene que beber en un futuro largo; la juventud que disfruta del futuro. La elegancia del saber hacerse mayor, vinos delicados, delicados tiempos.¨



El color rojo rubí, característico de ese Barolo que de repente habla por Piero, mientras Piero habla de él. Vuelvo a levantar el ala del sombrero que cubre mis ojos y tapa por la mitad mi vista.
Piero se calla, come y nos mira. Silencio, y sus palabras suenan repetidamente en mis oídos, como un eco constante de aire que sopla y resopla moviendo ligeramente el visillo de la ventana del comedor que da a la calle.

Tonos rojizos, anaranjados, fajas flojas de color ladrillo ahora que veo mejor, ahora que el sombrero no me impide ver mi copa y a Piero.



Si mi abuelo estuviera ahora aquí no me permitiría estar sentada en la mesa con el sombrero puesto. […] Señorita, en la mesa se come y nunca se flirtea. En la mesa sólo se habla para rezar. Hable señorita para pedir el pan, para rellenar la copa y dar las gracias a Dios y quítese usted el sombrero, señorita […]

De acuerdo a los principios tradicionales tengo a Piero a mi lado flirteando todavía con la vida misma. Llevo su sombrero puesto, bebo vino, mojo el pan y doy las gracias por estar aquí, enterándome de la vida larga y de la vejez bondosa. Y me callo.



¨Mientras yo me enamoraba de Anika, mis paisanos del territorio piamontés estaban dedicados a la guerra y a la viticultura sucia. Pocos de ellos tenían la autorización para producir vino. Se utilizaban barricas grandes de roble xeno, esloveno y el vino no llegaba a su fin. Se retiraba dulce, crudo. La nebbiolo sufría una amnesia esencial y todos los que terminábamos la noche tomando un Barolo por la paz y por la libertad, rezábamos porque la guerra terminase ya, porque los vinos puliesen ese debate social, porque el vino fuera bálsamo y no veneno. ¨

Viñedos rodeados de neblina, como las palabras de Piero, como la vida de Piero. Saboreamos en familia ese bálsamo envejecido ya en barricas de roble francés más noble; bálsamo envejecido la presencia de este veterano maître, apátrida guerrero y querido. Y si el uso de la madera es un factor más, de qué madera uno está hecho si toda su vida dedicó al servicio de la patria, sirviendo vinos y platos exquisitos.

Aromas florales, rosa, pimienta blanca, trufas y té; sorprendente elegancia la que sigue las palabras de Piero y del Barolo. Sensible uva que reconoció por fin su lugar, uva que madura tarde y se bebe última. Colinas que dan hacia el sur, nos cuenta Piero de su vida. Vino que al final llega a su fin, vino que refleja toda una época de guerra y de amor tardío.

La parte volátil de las palabras de Piero se va atenuando, mientras se queda atrás una ración sólida de historia, de sabor y de verdades. Palabras que equivalen a mil historias, palabras de Nebbiolo. Palabras de Piero que deja atrás una gardenia, un sombrero y una botella de Barolo.



Segundo por la izquierda, en traje blanco y pelo moreno, Piero, el año 1945, pasando su brazo por el hombro de Anika