miércoles, 18 de mayo de 2011

¡Ostras!




Para esta cata sensacional de los moluscos popularmente conocidos como ostras, Tropos viajó por el mundo siguiendo un trayecto circular, visitando lugares tan desiguales como las valvas de ese manjar apreciado. Sin celebrar nada en especial, acudió en ocasiones varias a festivales de sabor, intrigando dispersamente sus pupilas gustativas. El gusto y su desafío durante un largo maratón que mi amigo Tropos recorrió y recientemente me contó para que yo dejase constancia de aquello aquí, en este mismo cuento. Me viene bien hablar de él; es todo un placer y gusto único ser testigo de lo que Tropos comió.
Un cuento más, ¡a saber con
qué la ostrea acompañó!
Pero, en fin, a mi me viene bien, de lujo y ¡de perlas!



Un bocado cuya idea me incomodó pero reconozco que siempre me encuentro en una situación embarazosa cuando tengo que experimentar esa contradicción, que aparece y luego crece, entre mis ganas de comer y fantasear sabores. Cierta evolución de impresiones propias desde el momento que uno tiene hambre hasta que se considere valiente por atreverse probar o, sin tan brioso es, devorar la ostra y sus jugos.



La ostra levanta el apetito, quien la come con ganas siente y reproduce en ese instante la necesidad de un carnívoro de alimentarse de carne trémula, a la luz de una vela. Carne cuyo color oscila entre el blanco y el ocre, en forma de riñón vivo, de superficie grisácea y brillante, en un ambiente húmedo y jugoso tan dulce como cargado, salitroso.




Desde la sencillez de alimento primo hasta su propia extravagancia. El interior de la propia concha simula la textura de un mármol lijado de asperezas que nunca tuvo, logrando un blanco opaco con betas que transparentan su origen planctónico.

Su músculo abductor convierte esa digestión de algas y sedimentos en un distinguido sabor, la propia carne de la ostra. Dentro de su caparazón se esconde el laboratorio de un sabio gastrónomo y alquimista que, filtrando aguas y mares, descubre el secreto del equilibrio entre salinidad y carnosidad que uno puede paladear como una perla melosa en su boca.



El sabor de la ostra difícilmente obedece a los mandos de la imaginación. Depende tanto de su procedencia geográfica como de las condiciones ambientales, la temperatura, la salinidad, las propias aguas marinas y sus fondos.



La carne de la ostra difícilmente obedece a los mandos del tenedor. Su textura no permite que se trinche ni se pinche. Acercaba la concha a mi boca, chupando ligeramente hasta que esa carne cremosa y húmeda se explayase desde mis labios hasta el arco de mi paladar. Terciopelo con alma salada y sensación suave; cremosidad de mantequilla, crocante de frutos secos, sabor iodado con dulces variaciones vegetales.

Un sabor que se atrapa dentro de su propia belleza y caparazón fue para mí la ostra, desde la Kumamoto, la Cape Cod, la Sorlut, hasta la Cherry Stone, la Prince Edward y la Gallega.
Según el sitio, el ambiente y la salinidad las ostras en este viaje circular las tomé con dry martinis, con Chardonnay y con un cava rosado de baja acidez, acompañantes todos óptimos para poder narrar, teniendo perlas en mi boca.



Adorno de los mares y del paladar, esas son las notas que yo tomé, en una lela y divertida evaluación de lo que Tropos sintió cuando ostras comió.


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