domingo, 13 de noviembre de 2011

Pan y Guerra




Me arrepiento de las dietas, de los platos sin salsa, de los días sin pan y las noches sin vino; me arrepiento de las cosas más comunes. Desmigando a solas mis momentos culinarios, comer con pan es amor a sí mismo y mojar, no es ningún delito.

Bellum et panis(lat.), Mars e pane, guerra y pan; etimológicamente justifica el bocado que se conoce como marzipan o en Al Ándalus, mazapán. […]m. Pedazo de miga de pan con que los obispos se enjugaban los dedos untados del óleo que habían usado al administrar el bautismo a los príncipes. La guerra del pueblo para reivindicar su derecho a la propiedad, la tierra, los terruños. Las cosechas, el trigo, el pan. Pan y panes, de maíz, de sémola, de cebada, de almendras, de nueces, harinas, trigos, de centeno.



Ni toco el tenedor; abro los labios y adivino el sabor del pan, de mi propia saliva. Se me escapa un gemido siempre, siempre cuando como pan. Cierro los ojos y mastico el alimento que más lejos está de los caprichos gastronómicos. Siempre el pan se come con las manos, porque su tacto alimenta y satisface tanto como su sabor, porque entre los dedos se siente la miga y su consistencia, esponjosa y a veces ligeramente húmeda. Quién puede rechazar esa ternura que respira un pan recién hecho, caliente. La referencia tan común, pero sublime y cálida, de la rebanada recién cortada que se empapa con mantequilla fresca, con aceite de oliva que impregna su fondo, con tomate rastreado (¨sí, rastreado, no a rodajas, insensatos¨).

Y es tan evidente todo lo que uno puede pensar del pan, que luego nunca se dice nada. Nos quedamos mudos y estupefactos, salivando, ansiosos para percibir ese sabor repetitivo que en vez de cansar se convierte en una costumbre innata. Poner la mesa significa cortar el pan, servirlo en una cesta, repartirlo entre los comensales. Compartir pan y vino es una rutina casi religiosa y, acuérdate que el pan del día anterior nunca se convierte en sobras en la nevera, sino se echa al salmorejo, se hace ¨migas del pastor¨, se le echa leche o vino y se le hace llamar torrijas.

Mojar o cómo familiarizarse con el vino. Recuerdo que mi padre me ofrecía pequeños trozos de pan que los mojaba ligeramente, justo por el ribete de su copa, en vino tinto. Migas envinadas me divertían y como cerezas muy maduras y dulzonas explotaban dentro de mi boca e inducían mi imaginación a un viaje que entonces comenzaba. Mientras mi padre contaba historias y a carcajadas levantaba su copa para brindar yo me embriagaba de felicidad, saciaba deseos, sed y hambre. Al levantarnos de la mesa, en esa misma copa ya casi vacía unas migajas todavía estaban en suspensión, flotaban hasta convertirse en posos del vino que habían absorbido.

Y las tardes cálidas del verano que olían a café, mi abuela se rejuntaba por las tardes con las vecinas en el patio de los geranios, que se enteraban de todos los cotilleos de esas mujeronas, aguantando los secretos de todo un barrio y a la vez el peso de sus flores blancas y rojizas. Y la vecina que más callada estaba recuerdo que me preparaba casi a escondidas un trozo de pan, quitando con las manos su corteza, y me lo mojaba dentro de su taza de café bombón, y mi pan entonces sabía a café tostado y azúcar, caramelo amargo.

Mi madre siempre cuando estaba triste, atormentada por dentro, cogía un trozo de pan. Lo desmigaba y formaba pequeñas bolitas aplastando esa miga entre el índice y su pulgar y se las llevaba lentamente a la boca mientras me susurraba ¨el pan endulza mi tristeza, calma mi estómago, entretiene mi mente y mis sentidos¨, y yo veía cómo sus lágrimas poco a poco se secaban, su tristeza se absorbía por el pan, bocado a bocado la tormenta se alejaba.

Mis domingos todavía huelen a incienso y pan, pan bendito. Tras la misa y si nos portábamos bien, el pan se mojaba con vino abocado, semidulce, el de la liturgia que acababa de terminar, pan con vinsanto, bendito pan y santo vino. Y por las tardes la merienda, una rebanada grande y alargada untada con mantequilla y azúcar.



El pan la panacea, las historias que no se cuentan pero se saben y es un secreto en común, el pretexto para experimentar y el modo de degustar esos sentimientos que a lo largo de nuestra vida se repetirán más de una vez, inmortalizando el sabor del pan.
Y los que de conciencia no comen pan tienen emociones reprimidas, amores y deseos incumplidos. El pan con queso sabe a beso y el pan se moja en las salsas líquidas y otros fluidos esenciales, un solo mordisco puede ser una satisfacción pasajera.

El pan es erótico y gentil, su textura provoca, extraña, tranquiliza y excita. Me lavo las manos y me remango. Mientras amaso siento esa desnudez, entre mis dedos la harina y el agua se hacen y se deshacen, se unen y se convierten en un cuerpo sólido, para que luego se amen horneándose, haciéndose hogaza.

El que insiste en hacer su propio pan, probablemente ama el vino y también escribe versos.

Y la fina baguette francesa es tan crujiente por fuera y blandita y esponjosa por dentro. La piña, la pistola, la rosca, la trenza y los molletes, los bollos y los panecillos. Para hacer pan y hacer el amor lo que importa es la intuición y la intención que guía la mano. Luego se consigue ese único sabor, repetitivo, luego los versos fluyen ricos y dóciles.



Duermo profundamente pero todas mis noches se marcan por un olor tan penetrante, cuando de madrugada un hilo fino perfumado de levadura entra en mi habitación, cuando la panadería que tengo al lado empieza desde prontas horas de la mañana a elaborar pan. Y es como si no pudiese negar las caricias de un amante tímido, que no sabe si debe robarme un beso más, mientras estoy durmiendo. No me despierto pero a veces soy consciente del olor, el día siguiente recuerdo de todo lo soñado mientras desayuno pan con aceite y tomate rastreado, y sonrío masticando.

¿A qué sabe el pan? El pan sabe a todo lo vivido, lo mojado, lo amado.

Por el pan, por la guerra y la paz interior. Me entretengo desmigando momentos y bebo vino cuyos posos son migajas de recuerdos.



Referencias: Allende, Isabel. Afrodita (Cuentos, Recetas y Otros Afrodisiacos) : Pan, Gracia de Dios

domingo, 23 de octubre de 2011

Como la trucha al trucho




Cuando los cuentos se sustituyen por leyendas.
Cuando el amor da lugar a frases hechas
que uno articula por inercia.
Cuando el vino es un último sorbo de un godello, de la añada 2010.
Cuando uno toma ¿trucha? de postre. Entonces sí, yo también te quiero.


[...]Hay una vieja leyenda que cuenta que después de aparearse las truchas, la hembra se come al macho como prueba de fidelidad.
El dicho “te quiero mucho, como la trucha al trucho” nace de esta especie y su peculiar manera de demostrar el amor, aunque sea sólo un gracioso juego de palabras.

A falta de fidelidad, pruebas, leyendas propias, palabras y juegos con los que todos hemos soñado instantes antes de enamorarnos, recurro a un regalo dulce que recibí -de una persona igual de dulce y a la vez muy salada- estando todavía en un lugar donde no pude encajar.

Sin embargo, tras un par de meses de una inconstancia tremenda –y momentos antes de empezar una nueva vida- repaso los pocos pero grandes momentos de ese desencaje, y apelo a esos sabores que me hicieron seguidora fiel de esa extraña dulzura, bien dosificada, dulzura que no empalaga, que no se olvida.
Siguiendo ese hilo de memoria gustativa me es casi imprescindible mencionar el correspondiente vino de la d.o. Monterrei y la importancia de un godello que marcó, a su manera, mi percepción de ese vicio que yo llamo comer por beber, y beber por sentir.



Donde el señuelo difícilmente llega, donde los anzuelos se enredan y se dejan llevar por la ambición de las aguas ribereñas que traviesan paisajes leoneses, allí se pesca la impredecible, agresiva y enormemente astuta trucha de la tarta de Boñar.

¨Curiosa tarta, una sofisticación natural y hasta primaria de los famosos Nicanores de Boñar, que en el siglo pasado popularizara don Nicanor Rodríguez en su pueblo natal. Es lógico pensar que al pastelero se le ocurriera ilustrar su dulce con lo que tenía a mano y, en León, sobraban las truchas. La verdad es que juegan un papel testimonial, pues aparecen en pequeña cantidad y confitadas, aportando un dulzor carnoso muy gratificante, si bien poco definido. Sin embargo, se notan, y mucho, los crujientes tropezones de almendra y el sutil aroma de canela, que engrandecen el excelente hojaldre de mantequilla. ¨



Y los nicanores, siendo la base de la repostería artesanal y familiar a medio camino entre León y el Puerto de San Isidro, desprenden ese aroma a mantequilla limpia y fresca, muy ligeramente salada. Esa misma hojaldra, cuyos ingredientes básicos es la mantequilla de vaca, huevos, azúcar, azúcar molido y vino blanco, es la que esconde entre sus capas de textura desmigable, compacta y exquisita, una pasta sabrosísima de almendras y trucha desmigada confitada, que recuerda al mazapán suave, a fruta escarchada.

Esta paradoja gastronómica, resultado de la productividad truchera de esa tierra regada por bravos ríos en cada uno de sus verdes valles, resulta exquisita. Y donde nacen ríos de la vertiente norte también nacen viñas y viñedos, al hojaldre se le añade vino blanco y se amasa en frío, dejándose reposar de un día para otro.



En forma de margarita de seis pétalos, un Nicanor adorna la propia tarta y ese sabor que por inercia ya, o como prueba de amor, te pide que la acompañes con un vino blanco de viñas del norte casi próximas, regadas también por ríos que viajan dejando atrás añadas nuevas, inspirando rutas gastronómicas a contracorriente, entre provincia y provincia, tierras y culturas.

De alguna manera pienso que la cultura del maridaje del vino ignora sutilmente la repostería y sus tesoros, será porque cuando estamos a los postres ya nos cuesta seguir la lógica del paladar que se abruma por el azúcar y su dulzor, nos olvidamos del poder del vino y nos dejamos llevar por la ética del dulce. ¿Es así?

Descubriendo el sabor de la tarta de trucha no se me ocurre otra cosa que abrir una última botella de Pazo Monterrei, siguiendo sin motivo aparente el modelo tan obvio de tomar el pescado con vino blanco. El resultado es armónico; la trucha confitada, menos astuta que nunca, se deshace con delicadeza en boca y el azúcar glas que provoca ese hormigueo tenue en los labios se hace cómplice de la acidez equilibrada del godello.
Sus notas florales se potencian, igual resultan más intensos sus aromas herbáceos y algo verdes. Algún toque salino y amargo de ese vino se complementa perfectamente por ese sabor almendrado de la tarta y la canela, el aroma de manteca hace que el vino se perciba más que agradable, untuoso.

A falta de pruebas y de fidelidad, esa tarta de trucha merece un cuento más sin que la leyenda le quite importancia, amor, gusto o sabor. Maridar un hojaldre contundente con un vino blanco fue un juego más, como con los que todos hemos soñado instantes antes de enamorarnos.






Fuente: Portal del patrimonio gastronómico de la Junta de Castilla y León


jueves, 20 de octubre de 2011

Nice Jobs, great wines


Alineación al centro
El olor es el recuerdo más intenso

Recuerdo, como si fuera ayer, el día que trajo mi hermano un Macintosh a casa, en uno de sus primeros viajes de Boston. Como aquello no desprendía ningún olor -tampoco le podía pegar un mordisco para saborearlo- tan sólo me quedaba mirándolo, observando su forma de trasto rectangular. Me preguntaba por qué una calculadora tenía que ocupar tanto espacio y llamar tanto la atención. Me preocupaba porque mi hermano le dedicaba más tiempo que a mí.

Le recuerdo pues, sentado delante del susodicho durante horas y horas redactando su tesis doctoral, mientras la familia nos veíamos intimidados ante ese intruso que nos robaba momentos con él. Por las noches y después de cenar se retiraba de la mesa y de la recién empezada tertulia, con su copa de vino en la mano. Se sentaba delante de esa pantalla de color que le absorbía durante muchas horas, hasta el amanecer.

Yo tendría unos nueve años, no más, y esas mañanas que mi hermano estaba en casa me despertaba pronto y con unas ganas que rozaban el ansia me dirigía a su habitación a darle un abrazo y pedirle que me contase sus historias, que me llevase al paseo marítimo y jugar con él. Antes de entrar, miraba por la puerta entreabierta, la abría despacio y me lo encontraba dormido en su mesa de estudio con el Macintosh encendido. A su lado la copa de vino, era tinto, casi vacía, el fondo de la copa teñida y esa típica línea de vino que tinta las paredes de la copa, marcaba el último sorbo que le había dado la noche anterior. Durante unos segundos me quedaba mirando la pantalla, intentando descifrar líneas tras línea las horas invertidas de estudio e investigación, en vano; mi hermano redactaba en inglés y yo en aquel entonces acababa de pronunciar correctamente el griego.

Mi mirada pronto se redirigía hacía la copa teñida y vacía, porque me daba fuerte ese olor a vino ya bebido. Ese olor que se asemeja a nuestro aliento tras una noche envinada, tras una cata larga que termina uno resbalándose entre términos descriptivos del color, del aroma y del gusto, que te deja la lengua áspera de tanto probar y pensar, la nariz propensa a identificar únicamente alcoholes.
Con una mano cogía la copa y la acercaba a mi nariz que hablaba menos inglés que yo. Con la otra mano acariciaba suavemente el pelo de mi hermano, asociando ese olor a vino de anoche con esos colores lineales y nítidos de una pantalla de ordenador y con la textura tan suave, tan sedosa, del cabello moreno de mi hermano.
El, después de unos instantes, se empezaba a remover, levantaba su cabeza, me miraba y con una sonrisa tímida frotaba sus ojos. Yo dejaba la copa encima de la mesa y el apagaba el ordenador con gestos sutiles a la vez que se estaba desperezando.

- ¿Qué hora es, Georgia?


Años -muchos años- después, son las doce y media de la noche y me encuentro sentada delante de una pantalla de ordenador con único acompañante y cómplice de memoria, recuerdos y nomenclaturas una copa de vino blanco, ya que todavía hace tanto calor que no me atrevo a teñirme la copa tinta. Tengo aquí un Mac de esos que es menos trasto que el Macintosh de los años noventa pero hace cálculos igual.

No huele a nada, ni sabe a nada y por ahora tampoco le he pegado un mordisco pero tengo tan presente ese olor a vino ya bebido.
Mi hermano sigue en Boston y vive allí siguiendo la tecnología, mientras la tecnología pretende a veces alejarnos y otras traernos más cerca. Me doy cuenta de que el olor es el recuerdo más intenso. Y donde olor digo vino, y donde recuerdo digo todo.
A menudo mantenemos tertulias y charlas telefónicas o nos mandamos un whatsapp con fotografías, compartiendo así momentos desde la lejanía.
Esta noche le he enviado la imagen que encabeza este cuento.

- Ya es de día, ¿me llevas a dar un paseo?
- Apaga ya el ordenador y tómate ese vino.